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Los pactos con la fiscalía

Conocí a Prenafeta cuando estaba en su etapa de máximo esplendor, ocupando la secretaría general de la presidencia de la Generalitat, en un despacho no muy alejado de la puerta del Palacio de San Jaime, que custodiaba lealmente a las órdenes del entonces todopoderoso Pujol. Filtraba con celo las visitas al líder, y los periodistas sabíamos que era inexorable obtener su beneplácito para llegar más alto. No era sin embargo un personaje autónomo ni tenía ideas propias: más bien un buen lacayo, un alto funcionario servicial. Ahora, Prenafeta acaba de reconocerse culpable en el caso Pretoria: cobró comisiones y defraudó muchos millones de euros que ocultó en Suiza y en Andorra, en connivencia con su mujer. Ha "cantado" sus delitos tras un pacto con la fiscalía que aliviará su paso por prisión, si no termina evitándolo. Un pacto poco comprensible porque, para ser inteligible y justo, no debería basarse en la confesión de sus propias culpas, que son evidentes -Prenafeta ha sido sorprendido con las manos en la masa-, sino también en las ajenas. Porque a todas luces ni Prenafeta ni el exconsejero Alavedra actuaron de más arriba.

Sí a los pactos si esclarecen la trama delictiva en su totalidad y hacen relucir la Justicia; no si sólo sirven para que la propia confesión exima de parte de la culpa. Robar y ser exculpado tras arrepentirse forma un infernal círculo vicioso.

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