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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

¿Adiós a ETA?

Mis hijos prácticamente no saben nada de ETA, pero cualquiera que tenga más de 40 o 50 años sabe tantas cosas que hasta le parece un soberano tostón tener que hablar de ETA. Un día de 1971, en el colegio, un compañero de clase se sacó un casete del bolsillo y con gestos misteriosos, y bajando mucho la voz, nos dijo que cuando nadie nos viera nos iba a poner una cinta que nos iba a gustar mucho. Todo el mundo se puso muy nervioso. ¿De qué iba aquella cinta? ¿Porno? ¿Fútbol? ¿Chicas? ¿Artes marciales? "No, política", dijo. Y un día, en el piso de un compañero cuyos padres se habían ido a pasar el fin de semana fuera, aquel amigo nos puso el casete, que era una grabación clandestina del juicio de Burgos contra varios militantes de ETA. Recuerdo bien el momento en que uno de los etarras -Mario Onaindia- decía que no reconocía a aquel tribunal y se ponía a dar vivas a Euskadi y luego entonaba el "Eusko Gudariak", el himno de los soldados vascos de la guerra civil. La calidad de la grabación era muy mala, pero se oían los gritos de los militares que presidían el consejo de guerra. "¡Que se calle el acusado!", rugían. Pero el acusado y sus compañeros seguían cantando. Con orgullo. Con valentía. Con algo muy parecido al honor.

Aquel día, todos los que escuchamos aquella grabación empezamos a admirar a aquellos presos que tenían nombres raros -Onaindía, Uriarte, Izko de la Iglesia- y que hablaban de cosas que para nosotros eran desconocidas. Nadie usaba entonces la palabra Euskadi. Ni la palabra "gudari". Ni la palabra "atentado". Ni otras muchas que luego se irían integrando en el vocabulario habitual de todos nosotros. Y durante muchos años, a pesar de los crímenes y los atentados, ETA siguió despertando la misma admiración que nos habían inspirado aquellos presos que cantaban desafiantes frente a un tribunal militar que acabaría condenándolos a muerte (aunque luego, ante las protestas internacionales, la condena fue conmutada por la cadena perpetua). Y durante los años 70 y 80, los etarras siempre gozaron de un alto grado de comprensión entre muchos jóvenes con ideas de izquierdas o simplemente rebeldes. De una forma u otra, esos terroristas estaban haciendo el trabajo sucio que los pactos políticos de la Transición habían impedido hacer. De una forma u otra, los etarras estaban limpiando el país de toda "la escoria franquista": guardias civiles, militares, jueces, policías, confidentes; en una palabra, "fachas". Y ya sabemos que en aquella época los "fachas" no tenían derecho a la vida. Y ni siquiera importaba que lo fueran o no. Por el mero hecho de ser funcionarios del Estado eran culpables y debían ser castigados. Los años 70 fueron años de una perversa fascinación por la violencia, siempre que fuera "revolucionaria", claro. Y ETA nunca dejó de decir que era una organización revolucionaria.

Todo esto explica que la sociedad española tardase mucho en reaccionar ante los crímenes de ETA. Porque uno de los efectos más nefastos de aquellos años fue que hablar mal de ETA se veía como una cosa de muy mal gusto, o en todo caso muy poco "cool" (una palabra que no se usaba entonces, por cierto). Porque si alguien lo hacía, enseguida se le identificaba como un peligroso defensor de la España nacional-católica y el facherío. La admiración por aquellos héroes del juicio de Burgos seguía haciendo efecto, aunque los etarras de los años posteriores a la Constitución de 1978 tuvieran muy poco de héroes y sí mucho de mafiosos y de asesinos totalitarios. De hecho, no eran más que un puñado de asesinos de medio pelo que creían en la ideología más apestosamente reaccionaria del siglo XX: el supremacismo étnico de los vascos puros -es decir, nacionalistas- que tenían derecho a exigir la muerte de los degenerados españoles (una pandilla de inmigrantes sucios y atrasados que no se merecían nada más que un trato despectivo). Sólo que esa ideología estaba camuflada por una bonita retórica revolucionaria y tercermundista que acusaba a los españoles de ser una potencia agresora y torturadora. ETA, en una palabra, actuaba en defensa propia. Y aunque a veces se equivocaba en los medios, en el fondo tenía razón. Así pensaba mucha gente.

Y esa gente sigue existiendo, porque incluso hoy en día hay mucha gente en el mundo de la izquierda nacionalista que comprende o justifica a ETA. Puede ser que sus métodos estén equivocados -piensa esta gente-, pero su discurso y sus ideas son las correctas. Al fin y al cabo, ETA luchaba contra la casta, contra el Estado represor, contra el capitalismo y contra los poderosos. Poco importa que no fuera nada más que una organización de gánsters de poca monta con el coeficiente intelectual de un bonobo. Poco importa que impusiera en el País Vasco -sobre todo en las zonas rurales- una atmósfera asfixiante de odio y miedo y amenazas que sólo se ha vivido en los regímenes totalitarios. Todo eso daba igual. ETA, en el fondo, tenía sus razones, pensaba esa gente. Y ése es el problema: ETA ha entregado las armas, pero sus ideas siguen estando muy vivas.

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