El general Al Sisi es un ml menor para los hipócritas países occidentales. Todos asistimos con estupor y vergüenza al derrocamiento de su predecesor, islamista moderado, que había ganado limpiamente las elecciones tras el derrocamiento del sátrapa Mubarak por las muchedumbres y el ejército, aunque cometió el error de empezar a cumplir su programa electoral.
Desde entonces, Egipto es considerado un dique frente al islamismo pero al mismo tiempo Al Sisi es un maldito dictador que no tiene acceso a las cancillerías de nuestro hemisferio. Salvo la Casa Blanca, que lo ha acogido con fervor y simpatía. Obama había congelado la relación pero Trump, amigo de dictadores, no ha tenido empacho en mostrarle la deferencia que sin duda se merece a los ojos del nuevo presidente norteamericano.
Porque ya se sabe: desde la vuelta de los republicanos al poder en Norteamérica, el fin justifica los medios. Trump ha sido todo lo explícito que cabía esperar: "quiero dejar claro que respaldamos a Al Sisi, ha hecho un trabajo fantástico". En efecto, tiene las cárceles repletas de disidentes, la democracia hibernada y el país sometido por la fuerza a la paz de los cementerios.