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Antonio Papell

La mano invisible del parlamentarismo

En menos de medio año de gobierno -Rajoy juró su cargo ante el Rey el 31 de octubre pasado, por lo que la legislatura tiene apenas cinco meses-, el parlamento está buscando de buena fe y con posibilidades éxito un nuevo pacto educativo; se moderarán la ley mordaza y la reforma laboral, que había dejado sin derechos sociales a los trabajadores; el salario mínimo ha subido el 8%, un porcentaje sin precedentes en toda la etapa democrática; el gobierno se ha avenido de buen grado a recuperar la elección del responsable del audiovisual público con una mayoría cualificada, como quedó establecido en la ley de 2006, rectificada unilateralmente por decreto ley del Gobierno en 2012. Al mismo tiempo, el presupuesto estatal aprobado este viernes por el Gobierno elude ya cualquier recorte, poco después de que el equipo económico haya manifestado que estudia con interés la condonación de una parte de la deuda de las comunidades autónomas. El Ejecutivo está dispuesto a proporcionar fijeza a los cientos de miles de interinos que hay en el sector público de este país y, al mismo tiempo, acepta convocar las vacantes funcionariales que se produzcan, sin amortizar más plazas. También el Gobierno, que durante años ha asistido pasivo al encendimiento del soberanismo catalán, ha decidido al fin desembarcar en Cataluña, política y económicamente, con una presteza desconocida hasta ahora. Rajoy, tan remiso a las mudanzas, se ha mostrado dispuesto a reformar lo necesario, incluso la Constitución, para que Cataluña vuelva al redil. Además, el pacto del PP con Ciudadanos para la investidura de Rajoy ha introducido algunos elementos de salubridad pública en el proceso político, que, aunque muestren fricciones aún irresueltas -en Murcia, por ejemplo-, van sin duda en la dirección correcta.

? Y ¿qué ha ocurrido para que se hayan producido tan grandes cambios? Pues muy simple: que han desaparecido las mayorías absolutas y -de momento- la posibilidad de que las haya, lo que deja las fuerzas políticas a merced del juego de partidos y de la espontaneidad social. Si la "mano invisible", con su capacidad autorreguladora del libre mercado, conduce al bienestar general según la conocida teoría de Adam Smith, la libre concurrencia de las fuerzas políticas desempeña un papel semejante en el terreno político. La necesidad de formalizar pactos y de conseguir consensos a los ojos de todos, obliga a las fuerzas políticas a competir ante la opinión pública por sacar adelante opciones que redunden en beneficio de todos.

Las mayorías absolutas (o las cuasi mayorías, fruto del bipartidismo imperfecto), en cambio, dejaban la definición del bien común en manos de la formación hegemónica, que imponía su criterio sin necesidad de pactar con nadie y poseyendo por añadidura un gran ascendiente sobre los medios de comunicación, capaz de modular así a su favor la opinión pública. El pluripartidismo, en cambio, obliga a ponderar todas las decisiones, a someterlas a la crítica y -lo que es más importante- a buscar complicidades para que salgan adelante.

Los políticos, aun los mejor intencionados, son seres humanos y buscan en primer lugar su propio interés (y ello es así aunque el político sea íntegro y actúe estrictamente dentro de la legalidad y con sentido de la decencia). Interés que, en política, consiste en perdurar y en ascender, en conseguir por tanto a cualquier precio el respaldo de la ciudadanía. Pues bien: ese interés, cuando se posee plena capacidad de decisión gracias a la mayoría absoluta parlamentaria, no es el mismo que el que ha de defenderse en un ámbito más disputado: en este último caso, suele aproximarse más al bien común, algo que no necesariamente sucede en el primero. Claro es que si la clase política fuera ejemplar, estas modulaciones no tendrían demasiado sentido; pero ya se sabe que los seres humanos se bandean siempre entre la grandeza y la miseria.

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