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Eduardo Jordà

Quioscos

El otro día, al ir a comprar el periódico, oí que la quiosquera se quejaba amargamente de lo mal que iba el negocio. “A este paso voy a tener que cerrar dentro de nada”, le decía a una señora que también había ido a comprar el periódico. “Antes se podía vivir decentemente con un quiosco. Ahora ya no”. La quiosquera no era muy mayor -no pasaba de los cuarenta años-, pero parecía marchita y cansada, como esas personas que envejecen de repente, de un día para otro, a causa de una desgracia inesperada. Estuve hablando un rato con ella. Me contó que le gustaba mucho su trabajo, pero que cada vez tenía menos márgenes de beneficio y que le costaba la misma vida mantener el quiosco en pie. “¿Usted se imagina una ciudad sin quioscos de prensa?”, me preguntó cuando me iba a ir. No me dio tiempo a contestar. “Claro que no -contestó ella misma-. Es que una ciudad así no sería una ciudad”.

Pues claro que no sería una ciudad, al menos para mí y para la gente de mi generación, aunque no creo que los millennials y los nacidos en el siglo XXI opinen lo mismo. Para ellos, por desgracia, los periódicos y los quioscos de prensa son cosas tan obsoletas como lo eran para nosotros los velocípedos y las lámparas de gas. Pero las cosas son muy distintas para los que no podemos entender una ciudad sin sus quioscos de prensa. Si pienso en Palma, una de las primeras cosas que se me vienen a la cabeza es el quiosco del Borne, al que íbamos mis amigos y yo, a comienzos de los 70, a pasarnos horas enteras hojeando las revistas musicales que llegaban de Inglaterra (el Melody Maker, el New Musical Express, el Record Mirror). Y cincuenta y pico años antes, Fortunio Bonanova -que aún se llamaba José Luis Moll- iba al mismo quiosco del Borne a mirar revistas de cine, tal como lo retrató Lluís Fàbregas en Ca nostra (un libro que mi abuelo tenía dedicado por el autor y que quizá se compró en aquel mismo quiosco del Borne). La diferencia, claro, es que Fortunio Bonanova terminó haciendo películas en Hollywood con Orson Welles y con Billy Wilder, mientras que ninguno de nosotros logró hacer realidad su sueño de tocar en una banda famosa de rock.

Si bien se mira, el siglo XX fue el siglo de los quioscos de prensa. O el siglo de los quioscos a secas. Quioscos de música, quioscos de refrescos, quioscos de flores, quioscos de helados, quioscos de chucherías, quioscos de prensa. La extraña palabra quiosco -o kiosco, las dos grafías son correctas- se deriva de una palabra persa que designaba una especie de pabellón al aire libre. Los primeros quioscos tenían un aire medio exótico y medio victoriano (la cúpula morisca y las columnas de hierro forjado), y se instalaban en los parques y en las grandes avenidas para que tocase una banda de música. Uno de los grandes poemas de Osip Mandelstam está dedicado a la banda de música que tocaba en el quiosco de una estación de tren de San Petersburgo. “Y aquí, en el banquete funerario de una sombra querida,/ suena la música por última vez para nosotros”. Mandelstam escribió el poema en 1921, poco después de la Revolución Rusa, y sabía que le estaba diciendo adiós a una época: la época de las bandas de música que tocaban valses en los parques y en los balnearios, la época del bel canto y los guantes de cabritilla, esa época en la que un relevo de directores de orquesta en el quiosco de música era un acontecimiento tan trascendental como un cambio de dinastías.

Hasta no hace muchos años, un quiosco de prensa ofrecía el aspecto opulento de esos bazares donde uno podía encontrar de todo, desde una ballesta olímpica hasta un misterioso juego oriental de damas o una tetera abollada que lucía aún las iniciales herrumbrosas de su dueña. Fue la época de los coleccionables de todas clases, cuando uno iba al quiosco a comprar el periódico y acababa recargando el bonobús y comprando el primer fascículo de una colección de carros de combate, otro de una colección de ganchillo y por último el de un curso de inglés en tres semanas. En aquellos años, el prodigioso despliegue de revistas de toda clase (de moda, de coches, de música, de cine, de egiptología, de fenómenos paranormales, de cyberpunk) se completaba con una serie interminable de objetos a la venta, desde figuritas de Tintín a una colección completa de libros de grandes filósofos en papel biblia, desde cascos de Star Wars a un esqueleto desmontable para clases de anatomía, desde miniaturas de dinosaurios a un mapamundi detallado de lugares que no existen. El mundo entero cabía en un quiosco.

Todo eso, claro está, se terminó cuando llegó internet. Y como en el poema de Mandelstam, el triste adiós a los quioscos de prensa suena para nosotros como una música que se despide de una época.

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