Diario de Mallorca

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Ahora que me fijo

Aprendiendo

Observar, para poder entender. Entender, para poder aprender. Y aprender, para poder seguir aprendiendo

Recuerdo, de pequeña, pasar horas y horas en el jardín de casa. Mi madre, muy práctica ella, al ver lo mucho que me gustaba estar allí fuera, me hizo encargada de regar las plantas. Me encantaba regar al atardecer, cuando el sol ya no calentaba tanto. Qué olor tan rico. Qué sensación de fresco, de limpio. En ese momento sentía que la vida estaba en orden. Que todo estaba en su sitio.

Esa sensación de paz la sigo sintiendo, hoy en día, cuando estoy con mis plantas. El contacto con la tierra, con los tallos, con las raíces, con los insectos, me hace entender la vida. La naturaleza tiene su orden. En ella cada pieza tiene su función y encaja en su lugar. Todo tiene un porqué, un motivo. Cada ser vivo, desde una pequeña hormiga hasta un viejo olivo, tiene un espacio, una vida a su medida, a su escala. Todo tiene sentido.

Muchas de las plantas que tengo son criadas por mí. Me gusta germinar una semilla, esperar, ver si saca raíz y entonces, con mucho cuidado, plantarla en una pequeña maceta. Seguir su crecimiento y trasplantarla después a una maceta más grande, o directamente a la tierra. Todo eso, todo ese proceso, lleva tiempo. Lleva meses, años. La naturaleza no conoce la prisa. Todo lleva un ritmo, un tiempo.

Hace años compré una plantita minúscula. Esperé a que creciera un poco y la pasé a tierra. Durante años le atacaba una plaga y las dos lo pasábamos fatal. Yo iba fumigando con una mezcla casera de agua, jabón y unas gotas de vinagre y ella iba luchando por sobrevivir. Siempre conseguíamos ganar la batalla y acababa brotando y poniéndose guapa de nuevo. Ahora es una enorme genista, que justamente en esta época está exuberante, repleta de flores amarillas. Cuando empezó a ser adulta, vi que de alguna manera había llegado a un pacto con aquella insistente plaga. Debió de proponerle algo así como: "Te dejo que vivas aquí unas semanas al año, pero el resto del tiempo me dejas en paz". Desde entonces el acuerdo les funciona y yo ya no intervengo. Yo ya sólo observo y aprendo.

Creo que la base, el secreto, me lo dio un vecino cuando yo era jovencita. Estaba, como siempre, liada con mis tiestos, cuando apareció por casa. Me traía una maceta con tierra y me dijo: "Dentro he metido un piñón. Si no brota, te habré regalado sólo tierra y un piñón. Pero si brota, te habré regalado un pino". En aquel momento me reí, me pareció muy simpático todo aquello, pero con el tiempo entendí la magia de aquel regalo y toda la enseñanza que en él había.

Fui regando con cuidado aquella pequeña maceta. Fui mirándola día a día, sin prisas y sin que nada ocurriera. Hasta que de pronto, una mañana, vi que de la tierra asomaba una puntita verde. Tenía esa fragilidad y esa inocencia que tiene todo recién nacido. Me entraron ganas de gritar emocionada, como si aquello fuera un parto: "¡Enhorabuena! ¡Ha sido un pino!".

Ese regalo, en apariencia tan sencillo, contenía lo que para mí son las claves de la naturaleza: la paciencia, la constancia, el paso del tiempo y la magia. Con esos ingredientes, cómo no sentir paz cuando estoy con mis plantas. Cómo no querer seguir observando y entendiendo, para seguir aprendiendo.

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