En un artículo reciente, El sueño de Europa (Diario de Mallorca del pasado día 22) Norberto Alcover afirmaba, a propósito de las raíces de Europa, que éstas se reducían a dos: "La raíz cristiana, que ha infundido el sentido de la trascendencia y de la dignidad humana, clave de todas las demás, y la raíz ilustrada, madre de los tres pilares revolucionarios modernos, como son la libertad, la igualdad y la fraternidad". Coincido en buena medida con Alcover pero me veo obligado a matizar.

En efecto, la raíz cristiana es innegable, como no lo es menos la Ilustración que, con su énfasis desenmascarador y antioscurantista, no duda en tachar de oscurantistas a determinadas prácticas religiosas para, rápidamente, dar con la religión natural. Sin embargo, pese a las dialécticas de la ilustración, ya sean hegelianas o frankfurtianas, me resisto al dictado de la trascendencia que señala Alcover. Entre otras cosas porque me parece un término excesivamente vago y, en según qué momentos, sujeto a un uso capcioso.

El mismo criticismo kantiano que abre la Europa ilustrada y republicana al grito de sapere aude impone una distinción entre lo trascendental y lo trascendente. De este modo, si comúnmente trascendente o trascendental se entienden como sinónimos para indicar la importancia de algo, el uso kantiano es muy diferente y, aunque algo complejo para un profano, no deja de aportar mucha claridad al problema que Alcover presenta. Trascendentes son las cosas en sí, las que no pueden ser conocidas, y trascendentales son las ideas regulativas de la razón como Dios, el alma y el mundo, que pueden ser pensadas pero igualmente permanecen ignotas.

Es decir, no compete al entendimiento juzgarlas en aras a determinar su verdad o falsedad; simplemente aparecen ahí en el espacio de la razón como síntesis de síntesis, como meras ideas que jamás podrán ser referidas a objeto alguno de cualquier experiencia posible pese a tener una función regulativa en la economía de la propia razón. No son deshechos ni desvaríos de la razón, pero sí pueden conllevar a un uso casi visionario o derivar en elucubraciones estériles que, con creces, excedan el ámbito del común asentimiento. Lo trascendente apunta fuera de sí, está más allá del alcance de la mera razón.

¿Es eso la fe? Yo no daría ese salto mortal a riesgo de que acabáramos haciendo una teología política de Europa de claros tintes milenaristas y proféticos cayendo de nuevo en el oscurantismo que habíamos ya desterrado. Dios, la trascendencia a la que apunta Alcover está efectivamente más allá y, por mucha encarnación que se le quiera poner al problema, no está en el más acá del parlamentarismo ni de las democracias de corte liberal contemporáneas.

Europa es trascendente y trascendental en el más lato de los sentidos, en efecto, es cuestión de vital importancia y, si se quiere parafrasear la cita evangélica, en ella somos y nos movemos. Se quiera o no, geográfica, política o positivamente se está en Europa o no se está. De ahí se sigue que Europa es condición de posibilidad de la ciudadanía actual que se brega en el seno de sus fronteras y que ésta tiene claras pretensiones de ir más allá, bien sea en el otro continente, europeo malgrait lui, bien en una geopolítica no siempre limpia que hace que, por ejemplo, no se puedan vender fármacos para ejecuciones en EE UU como el pentobarbital y el tiopental sódico; es trascendente porque el mensaje de la dignidad humana -que, en efecto, arraiga en suelo evangélico- va más allá de esos mismos limes en buena medida conformados por la pax romana.

Pero de ahí no se sigue ninguna referencia a la divinidad, más bien ésta, de manera absolutamente trascendente, está completamente fuera del mundo para lo bueno y lo malo. A Europa cuando no le ha quedado otra que pensar que "sólo un Dios puede salvarnos" es porque las cosas le han ido francamente mal, no porque se preguntara dónde estaba ese Dios que debía intervenir. Mientras se estaba a la escucha del ser no oía otras cosas más que los desvaríos de la razón que generaba monstruos. Y los monstruos hacían gritar de terror a los que los sufrían en Auschwitz o recibían ráfagas de plomo en los paredones durante la Guerra Civil española bien pertrechada de teología política por Pla y Deniel. Ni Goya ni Kant pudieron poner remedio a tan fatal morbo.

La razón europea es laica, y eso significa que su trascendencia en tanto que un apuntar a un más allá la cifra en el espacio privado, no en el público. Significa que, si bien cada uno puede esperar que lo salven o que se olviden de él para toda la eternidad, no le cabe aguardar a que ningún gobierno reconozca culto oficial alguno o sancione y confíe sus políticas públicas a deidad alguna. Hay una confusión que se cierne a menudo sobre este tópico y es que el cristianismo, además de cifrarse en una declaración dogmática como el credo, conlleva una moral. Para lo segundo, para un ethos evangélico indisoluble de dos mil años de historia europea no hay objeción alguna, ya sea en su reformulación como imperativo categórico, ya en su afirmación de la vida, la dignidad o la declaración de los derechos humanos, pero para lo primero, querido Norberto, me temo que no hay más lugar que los muros de la Iglesia, con su puerta abierta a quien quiera franquearla y su derecho inalienable a pronunciarse, como otros tantos, en el espacio público.

* Doctor en Filosofía y profesor de la UIB