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Antonio Papell

La ´movilización organizada´ del soberanismo

Este año en curso, que debería ser el de la celebración del imposible referéndum de autodeterminación en Cataluña, ha sido por ahora el de los preparativos del desacato que el independentismo, al parecer, se dispone a impulsar a partir del momento en que se apruebe -subrepticiamente, sin debate, sin imposibilidad de enmiendas y por un procedimiento que los propios servicios jurídicos de la cámara catalana han descalificado- la ley de transitoriedad jurídica, o “ley de desconexión”. La Asamblea Nacional Catalana (ANC) y Omnium Cultural, la Asociación de Municipios por la Independencia (AMI) y diversos líderes de Junts pel Sí y la CUP han señalado la necesidad de promover desde este momento una “movilización popular permanente” que haga físicamente imposible el impedimento pacífico de la consulta. Hay que suponer que estos partidos no están pensando en acciones brutales como el intento de ocupación de la sede del PP por la CUP el pasado lunes.

Ya en febrero, Artur Mas explicó en un acto de la ANC que ”debemos tener un esquema de movilización organizada que ponga muy difícil al Estado impedir el referéndum o que sea enorme el coste que tenga que pagar para impedirlo”; “precintar locales electorales —siguió diciendo— no es tan fácil: de la misma forma que se precintan , se desprecintan”; y marcó la ubicación temporal de aquel esfuerzo: “el punto decisivo en que la ciudadanía debe estar al lado de las instituciones será de aquí a septiembre”. De estas comprometedoras declaraciones se desprende que el expresidente de la Generalitat, el independentista converso, el delfín y número dos de Pujol, el exconseller en cap y responsable político de las corrupciones que tuvieron lugar durante su dilatado periodo de relevancia institucional en CDC o en el ejecutivo catalán, ha decidido romper la baraja, desdeñar el imperio de la ley, llamar a la sedición y adoptar una actitud un tanto ridícula de revolucionario. Otras personas del círculo independentista han efectuado propuestas semejantes, en un llamamiento claro a la revuelta civil.

Tal actitud parte de una premisa que habrá que demostrar porque muchos creemos que es falsa: la de que la sociedad catalana está dispuesta a seguir el juego díscolo y revoltoso de sus inflamados soberanistas. La historia pesa como una losa en este asunto, y quienes la conozcan medirán aún con más cautela sus reacciones. También el Gobierno del Estado, que es el primer interesado en que todos los actores mantengan una actitud pacífica en este asunto.

En principio, es absolutamente impensable que los mossos d’esquadra, que son la fuerza pública propia de Cataluña que debería ejecutar las decisiones judiciales que se adoptarían si tuviera lugar el desacato, obedezcan órdenes ilegales. Pero tampoco es nada probable que la ciudadanía en general, incluso aquella que ve con simpatía la independencia, se extralimite más allá de la que cabe considerar protesta pacífica. En otras palabras, muchos tenemos la certeza de que la “movilización organizada”, si llegase el caso, dejaría en evidencia a sus promotores, ya que sus bases no están dispuestas a respaldar una aventura selvática tan inaceptable en términos democráticos.

Además, la tentativa independentista del soberanismo catalán no tiene ni tendrá apoyos políticos internacionales porque no ha conseguido suficiente masa crítica (no es ni siquiera mayoritaria, como se vio el 9N y en las últimas elecciones autonómicas) y porque repugna que en un impecable y maduro estado de derecho como el español algunos pretendan provocar una fractura ilegal, anticonstitucional, violenta al fin y al cabo (aunque la violencia no sea física, de momento). Así las cosas, es evidente que el Gobierno español sí posee el respaldo de quienes se lo niegan a los revoltosos. Lo que confirma la gran soledad de los secesionistas, una vez que quede claro su intento de arrojar al pueblo de Cataluña por un oscuro despeñadero.

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