Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Eduardo Jordà

LAS SIETE ESQUINAS

Eduardo Jordá

Sin WhatsApp

El sistema nos exige que consumamos más y más productos que no necesitamos y que ni siquiera sabemos para qué sirven

WhatsApp me comunica que la versión que uso ha caducado y que debo descargar la última actualización. Muy bien, perfecto. Pero enseguida descubro que mi móvil no tiene memoria de sistema suficiente. Bueno, imagino que eso no es un problema porque para eso están las tarjetas de memoria. Me paso por una tienda a comprar una. Pues no, las tarjetas de memoria no sirven para la nueva actualización de WhatsApp. ¿No sirven? No, no sirven. Y si quiero volver a usar WhatsApp -que por cierto ya lleva varios días bloqueado- tengo que comprarme un móvil nuevo. Me quedo de piedra. ¿Un móvil nuevo? El mío sólo tiene tres años de vida -y uso la palabra vida porque es un Android 4.0 y le presupongo un hálito de vida a un androide- y es un móvil que me va perfectamente. Para lo que lo necesito, me basta y me sobra. Y además, tampoco me interesan las novedades que me ofrece WhatsApp Messenger. Con las antiguas me bastaba y sobraba. Pero eso ya no es posible. Si quiero usar WhatsApp, tengo que descargar la nueva actualización. Y por tanto, comprarme un móvil nuevo que no necesito para descargarme un programa nuevo que tampoco necesito.

Supongo que a mucha gente le ha pasado lo mismo y por eso me permito contarlo aquí. No es que sea un adicto a WhatsApp, pero tengo hijos y lo uso a menudo con ellos. Por razones de ahorro, la generación que va detrás de los “millennials”, esa generación que ahora ronda los 18 años, considera un gasto absurdo el uso del móvil para hacer llamadas convencionales. De modo que esos adolescentes prefieren los mensajes de voz o los breves textos de WhatsApp, siempre adornados con emoticonos y escritos con esa ortografía rupestre que nos devuelve a los tiempos de la protoescritura humana, cuando los primeros mensajes escritos mezclaban pictogramas y signos muy básicos. Y en estas circunstancias, me guste o no, está claro que necesito usar WhatsApp. Pero ¿por qué diablos tengo que comprarme un móvil nuevo? ¿Y por qué necesito una versión diferente de una “app” que tampoco necesito?

Supongo que son preguntas sin respuesta. Pero lo que está claro es que el sistema nos exige que consumamos más y más productos que no necesitamos y que ni siquiera sabemos para qué sirven. No hay escapatoria: primero se nos crea la necesidad -una vez que uno se acostumbra a usar WhatsApp y tiene su red de contactos es muy difícil abandonarlo-, y luego se nos va suministrando una dosis cada vez más alta y más costosa que vaya satisfaciendo esa necesidad imperiosa que antes ni siquiera teníamos. Como si el sistema fuera un camello suministrando droga -heroína, metanfetamina, cocaína- al cliente al que previamente ha ido convirtiendo en adicto. Es así de sencillo y así de brutal. Y es muy difícil saber cómo se puede salir de esa dinámica endemoniada.

Ya sé que ahora saldrá el buen salvaje que todos llevamos dentro diciendo que todo eso es la consecuencia inevitable del capitalismo diabólico. Y hay que destruirlo porque el capitalismo nos está destruyendo a nosotros y es cuestión de vida o muerte destruirlo antes de que nos destruya a todos. Bueno, sí, puede ser, pero yo no lo tengo tan claro. Es muy cierto que el capitalismo es un sistema infernal, pero me pregunto qué alternativa hay que permita vivir con un mínimo de dignidad o un mínimo de decoro. He conocido la URSS cuando era un “paraíso socialista” -según decía su propia propaganda-, y en el bufet de un hotel de Moscú una rodaja de salchichón estuvo a punto de provocar una pelea entre un armenio y un georgiano que formaban parte de no sé qué delegación de trabajadores del Cáucaso (el georgiano, tras una larga retahíla de gritos y amenazas, acabó quedándose con el salchichón). También conocí Cuba cuando vivía bastante mejor que ahora gracias a la ayuda soviética. Y la verdad es que suena muy bien lo de ser anticapitalista, hasta que uno se da cuenta de cómo es la vida en los países que han logrado serlo.

¿Qué hacer, entonces? Ahora mismo sólo parece haber dos alternativas: la de los partidarios de ese modelo enfebrecido e histérico que te obliga a comprar un móvil que no necesitas para descargarte un programa nuevo que tampoco necesitas (cosa que le permite a la minoría que controla el poder vivir con una riqueza y unos privilegios obscenos), o bien los que predican una alternativa anticapitalista que nunca se sabe en qué consiste, y que a veces, por su ingenuidad y su irrealismo, hace pensar en el sueño imposible de la multiplicación de los panes y los peces. ¿Hay una tercera posibilidad? Eso es lo que me gustaría saber, porque alguien tendría que introducir un poco de cordura en este absurdo modo de vida. Y de momento, sigo sin WhatsApp.

Compartir el artículo

stats