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El suicidio (y II)

Citaba la pasada semana casos varios de conocidos escritores cuyos trastornos psicológicos indujeron al suicidio. Tras la terrible experiencia de su reclusión en campos de concentración, terminaron con su vida y entre otros Tedeusz Borowski con sólo 29 años, Jean Amery o Primo Levi. En otras ocasiones, fue el desolador porvenir lo que motivó la fatal decisión: sería el caso de Reinaldo Arenas, previamente encarcelado en su país y exiliado sin posibles, Walter Benjamin para evitar caer en manos de la Gestapo o Sandor Márai, con 89 años, tras saber que debería permanecer ingresado el resto de su vida y al cuidado de terceros.

Se comprueba asimismo el aumento del peligro que implica la existencia de enfermedades psiquiátricas previas; así se constata en los suicidios de Unica Zürn (esquizofrénica), Paul Celan, ahogado en el río al igual que lo hiciera Virginia Woolf, o las poetisas Anne Sexton, Alejandra Pizarnik y Silvia Plath, que decidió terminar metiendo la cabeza en el horno de la cocina. Sin embargo, la enfermedad mental no es de ningún modo la regla en todos los casos y, a veces, puede tomarse la definitiva medida tras el éxito profesional si concurren otros hechos (Yasunari Kawabata se suicidó con gas tras ganar el Premio Nobel al igual que Harry Martinson, que lo hizo con unas tijeras), estar mediatizada por los antecedentes familiares -el aumento de riesgo puede ser de hasta cinco veces para hijos de padres suicidas, según cita el estudio prospectivo reseñado en la revista Jama Psychiatry y publicado en diciembre de 2014- u otros condicionantes externos que cobran mayor relevancia en tiempos de crisis. A este respecto, se subrayaba en febrero de 2015 (American Journal Prevent. Med.) que en EE UU, y tal vez los resultados sean extrapolables a nuestro medio, uno de cada cinco suicidios en población de 40 a 64 años y sobre todo desde 2007, estaría relacionado con el desempleo y la precariedad económica consiguiente, lo que abundaría en la presunción del columnista Javier Goñi cuando afirmaba en 2008 (quizá estuviera al corriente del estudio mencionado) que a uno siempre le suicidan los otros.

Para hacer frente a esta cruda realidad se impone, pese a las obvias dificultades, el diseño de un perfil que englobe los datos consignados y otros, al objeto de intentar prevenir en lo posible, y en nuestro medio, la alarmante prevalencia de 8-9 suicidados por cada 100.000 habitantes. Porque, todo y que el hombre es un ser para la muerte (Heidegger), se constata que, con el adecuado soporte (médico, psicológico y, a lo que parece, también económico), la tasa podría disminuir si parte de la misma depende de móviles conocidos y en consecuencia modificables, aunque la empresa no se presuma sencilla como demuestran algunos estudios que relativizan el interés que puedan aportar los mencionados datos predictivos. En tal sentido, un análisis en EE UU demuestra que sólo el 2.5% de quienes manifestaron ideas suicidas previas (un reconocido indicador de alta probabilidad) lo llevaron finalmente a efecto y, en parecida línea, se constataba que aproximadamente un tercio de los pacientes psiquiátricos ingresados habían explicitado la intención de acabar con sus vidas, aunque sólo lo hicieran finalmente el 0.5%.

Pese a que de lo anterior pueda inferirse que es preciso definir mejor el segmento poblacional de mayor proclividad (en la reunión de la American Psychiatry Assoc., en 2015, se subrayaba que más de la mitad de los suicidios correspondían al grupo de riesgo bajo y dos tercios de los fallecidos no tenían diagnóstico psiquiátrico previo), en la misma reunión de expertos, al año siguiente, se concluyó que un porcentaje superior al 90% podría padecer un trastorno severo aunque en muchos casos no se hubiera diagnosticado y, en enfermos mentales, el riesgo global sería entre seis y doce veces superior al que se atribuye a la población general.

Es posible por tanto, a la luz de los datos apuntados y aun con significativo margen de error, establecer un "patrón suicida" sobre el que actuar preventivamente. La edad media (40-65), antecedentes familiares, uso de drogas, enfermedades psíquicas varias (trastornos depresivos, bipolaridad€) y condicionantes externos negativos (carestía económica, dificultades familiares€), son todos elementos de un marco que precisaría la oportuna profilaxis y así se viene ensayando, con estrecho seguimiento y resultados alentadores, en el Estado de Arizona a través del programa ASIST. Si la constelación predisponente así lo aconseja, tiene lugar un pormenorizado control e intervención sobre los potenciales suicidas (apoyo emocional, eventual tratamiento farmacológico, aumento de los controles presenciales y telefónicos para evitar en lo posible la prolongada soledad€). Ello supone allegar los necesarios recursos, aunque las cifras reportadas lo justifiquen también en nuestras islas (se planea aquí la próxima puesta en marcha de un Plan de prevención) para intentar disminuir no sólo los fallecimientos, sino el sufrimiento, a veces durante años, que precede a la decisión final. Y es que, aun admitiendo la legitimidad de la misma, contribuir a eliminar los pesares y trastornos que puedan auspiciarla, caso de ser reversible es, como en el caso del suicidio asistido, también una responsabilidad social y la única posibilidad para poder asegurar en el futuro, con datos objetivos, que estamos en el buen camino.

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