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Juan Tapia

Europa, la crisis de los sesenta años

La UE necesita más supranacionalidad, pero hoy la gran prioridad es impedir la marcha atrás

La Unión Europea celebra hoy, en un momento de inquietud y desconcierto, los sesenta años del tratado fundacional de Roma. Padecemos todavía las consecuencias de la peor crisis económica desde 1929, la amenaza terrorista originada por la desestabilización del Oriente Medio, que hemos vuelto a sufrir este miércoles en Londres, y el desafío de una gran oleada inmigratoria de Irak, Siria y los países africanos. Y todo ello genera inquietantes movimientos populistas.

Además 2017 tiene poco que ver con 1957. Entonces el mundo estaba centrado en Occidente. Existía, sí, el área comunista, dominada por la URSS, y emergía el subdesarrollado tercer mundo. Hoy vivimos en la globalización, la URSS desapareció hace casi treinta años y Europa no es ya el centro del mundo. China, la India y otros países, no sólo son la mayoría de la población mundial, sino también la parte más dinámica y creciente de la economía del planeta.

Los seis países que en 1957 formaron el entonces conocido como Mercado Común -Francia, Alemania Occidental, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo- han dado lugar a una Unión Europea mucho más amplia de 28 países, de la que España forma parte desde 1986. Y el proceso europeo ha sido un éxito no sólo porque ha desaparecido por completo el temor a una nueva guerra en el continente, como la del 14-18 o del 39-45, algo que hoy incluso resulta difícil comprender que pudiera suceder, sino porque Europa se ha convertido en un área económica única, la de mayor PIB del mundo, que es la primera además en el respeto a la democracia y la de mayor implantación del Estado del bienestar.

Pero no todo va bien. La unión europea ha avanzado, pero menos de lo que sería conveniente. Se han dado pasos relevantes como Schengen, que supuso la abolición de las fronteras nacionales, y hacia la supranacionalidad -la creación de un poder superior al de los estados- como el Banco Central Europeo, única autoridad monetaria, tras la implantación del euro en el ya lejano 2002.

Pero en el 2004 con la ampliación al este -y antes con la excepción británica- se antepuso la extensión -el salto de 15 a 25 estados que hoy ya son 28- a la cohesión. No se supo compaginar bien la Europa de la cooperación intergubernamental, que podía ser muy amplia, y la dispuesta a caminar hacia una unión más estrecha, sin excluir la supranacionalidad. El Parlamento Europeo elegido es una realidad pero tiene pocas atribuciones, consecuencia en parte lógica de que no existe un Gobierno europeo. Y el presupuesto de la UE es del orden del 1% del PIB frente al 35-40% de los estados. La comparación es elocuente.

Los problemas del euro exigen políticas económicas más coordinadas pero la política fiscal, presupuestaria y laboral está en manos de los estados. Vamos más allá. La buena gobernanza del euro exigiría otros centros de poder supranacionales -y democráticos- además del BCE que ha impedido el desastre. Y para digerir la fuerte inmigración haría falta una autoridad capaz de imponer cuotas de acogida y el respeto a las fronteras exteriores -como hace España en Ceuta y Melilla-, pero ese poder está en manos de los estados que -como la práctica demuestra- tienen dificultades en ponerse de acuerdo.

Como no hay autoridad europea operativa -Donald Tusk, el presidente del Consejo Europeo de 28 jefes de gobierno, es más bien el presidente de un Senado que otra cosa-, la canciller alemana -primer país de la UE- tendría que haber abordado la crisis del euro y de la inmigración pensando tanto en los intereses de Alemania como en los de la zona euro y toda Europa. Pero, aunque quisiera, no lo ha podido ni lo podrá hacer porque su continuidad al frente del Gobierno alemán -y por tanto de Europa- sólo depende de los electores alemanes. Muchas decisiones sólo serían posibles si se tomaran pensando en el interés global de Europa pero los mercados políticos siguen siendo nacionales.

Una Europa a varias velocidades como proponen Juncker y el nuevo directorio informal europeo (Alemania, Francia, Italia y España), que se reunió hace poco en Versalles, sería un paso sustancial. Y seguramente el único posible porque el avance a la supranacionalidad no tiene, hoy por hoy, el respaldo ni de los pueblos ni de los jefes de gobierno, incluso de los más europeístas.

El intento de Constitución Europea fracasó en el 2005 porque los franceses y los holandeses -los pueblos- dijeron no en un referéndum. Y en el 2009 Merkel y Sarkozy no quisieron que Tony Blair fuera presidente de la Comisión Europea, no por su muy poco acertado papel en la guerra de Irak, sino porque suponía poner un hombre fuerte al mando de Bruselas. Alguien que podía tener autoridad propia. Prefirieron que repitiera mandato el acomodaticio Durao Barroso. Quizás convenga recordar que desde Jacques Delors, que presidió la Comisión diez años, hasta 1995, no ha habido nadie con gran personalidad al frente de la Comisión.

Los jefes de gobierno europeístas -Merkel, Sarkozy, Hollande- saben que se necesita más Europa pero son reticentes a más supranacionalidad. Si tras entregar a una autoridad supranacional europea, en este caso el presidente del BCE, Mario Draghi, la política monetaria -lo más relevante de la política económica- se cedieran más competencias, los viejos estados tendrían cada día menos fuerza. No gusta mucho ni en París, ni en Berlín€ ni en Madrid.

Y tienen argumentos sólidos. El primer ministro holandés, el liberal Mark Rutte, que derrotó al ultranacionalista Wilders la semana pasada, afirma que para que Europa siga hoy no se puede proponer más Europa porque los electores -tentados por el nacionalismo- reaccionarían en contra.

La UE necesita más Europa y más supranacionalidad pero los jefes de gobierno -incluso los más europeístas- son cautelosos. Por dos motivos. Uno malo: no les gusta perder poder. Otro sensato: saben que el nacionalismo antieuropeo es fuerte en muchos países, no sólo en Gran Bretaña -donde ha logrado el Brexit- sino también en Holanda, Francia, Alemania€

Europa debe avanzar entre grandes complicaciones y pedir hoy más supranacionalidad es quizás necesario pero difícil de conseguir. La prioridad, lo urgente, es no ceder terreno ante Marine Le Pen y similares. La gran cuestión es si se podrá evitar la marcha atrás al precio de no avanzar. O de hacerlo a ritmo más lento del conveniente, necesario y quizás imprescindible. Esa es la cuestión.

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