"Por desgracia, los hechos ya no existen". Son palabras de Scottie Nell Hughes, periodista estadounidense partidaria de Donald Trump. Bastante grave es que lo defiendan los políticos, pero peor todavía es que lo adopten también los periodistas, cuyo objetivo primero y principal debería ser siempre la búsqueda de la verdad. La declaración de Hughes ilustra la actual era de la mentira: cualquier cosa puede ser verdad siempre y cuando la crea la gente suficiente.

Hay quienes califican este nuevo fenómeno, la mezcla entre la mentira y la apelación a las emociones, de "posverdad". Victoria Prego, presidenta de la Asociación de Prensa de Madrid, la define como "la mentira transmutada en verdad por obra y gracia de su repetición". Cierto es que Trump es el ejemplo más fácil y obvio, pero la idea no empezó con él. El nuevo presidente de los Estados Unidos no es sino el resultado de una sociedad ya intoxicada por la pérdida de valores.

"Por desgracia", parafraseando a Hughes, los ciudadanos se ven expuestos a mentiras continuamente. A veces parece olvidarse que en el artículo 20 de la carta magna, en el caso de España, está registrado su derecho a recibir información veraz. Mentir y difundir noticias falsas atenta contra la formación de una opinión pública sólida y crítica, lo que, no lo olvidemos, forma parte de la función más importante de los medios de comunicación: informar.

Los que fomentan y alimentan esta era de la mentira no son solo los políticos de este tipo de discursos, sino también los que mediatizan sus palabras. El periodista no se debe limitar únicamente a reproducir declaraciones de los líderes -que frecuentemente contienen mentiras-, sino a explicar y contextualizar para que el público entienda realmente lo que está ocurriendo. Si no se busca la verdad, sanciona la mentira y controla al poder, no se puede hablar de periodismo. Es así de simple.

La peligrosa frase de "no dejes que la verdad te estropee una buena noticia", típica de alguno del periodismo más amarillista, se eleva a su máxima potencia con las redes sociales. El ansia por publicar algo impactante hace que los bulos, gracias a la difusión prácticamente inmediata, circulen más que nunca. Saturándonos con información basura que impide diferenciar lo relevante de lo irrelevante, algunos conglomerados mediáticos han conseguido que estemos más desinformados que nunca.

La mentira tiene consecuencias: los receptores se las creen y se adaptan a ellas. Y hay gente que se ha dado cuenta, ciudadanos que están montando plataformas para desmentir las informaciones que no son veraces. En el documental Guerra a la mentira, emitido por La 2, Elliot Higgins, fundador de Bellingcat, una web que se dedica al fact-checking (comprobar hechos), dice que su objetivo principal es la rendición de cuentas. Recuerda a lo que debería ser todo periodismo.

Los periodistas deben promover la cultura cívica, investigar, contar qué está pasando, cuáles son las soluciones y, ahora más que nunca, atreverse a señalar las mentiras con el dedo. El periodismo de calidad es necesario para la democracia y para la lucha por los derechos humanos. Que no hay excusas lo demuestran personas -por cierto, no titulados en Periodismo- como Higgins: solo con información de código abierto ya se puede llegar lejos. Reproducir o crear bulos jamás puede ser llamado periodismo. Contar verdades, sí. Periodistas, erradiquemos la mentira.