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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

¡Qué vergüenza!

¿Alguien se ha parado a pensar en la importancia social de esos equipos de fútbol modesto, o en el admirable papel que desempeñan los preparadores de todos esos equipos de alevines e infantiles?

Cualquier padre (o madre) que haya llevado a su hijo a jugar un partido de fútbol base ha oído a menudo esa clase de gritos: “¡Pártele la pierna!”, “¡Dale más fuerte!”, “¡Que no salga vivo!”. Si su hijo no entra con la suficiente contundencia o si procura jugar limpio, siempre hay un padre que le anima a hacer justo lo contrario. Y cuando se trata del árbitro, los insultos y las amenazas suelen ser mucho peores (y no digamos ya si el árbitro es una mujer). Y siempre, siempre se trata de los padres. He visto a padres del equipo de mi hijo, gente respetable y muy seria fuera del campo, que se transformaban en seres salvajes que aullaban y golpeaban el pasamanos de hierro que nos separaba del terreno de juego. Llegué a ver a uno que se hizo sangre golpeando los barrotes. Y he visto partidos en los que nos hemos librado por los pelos de un encontronazo con los padres del equipo contrario.

Pero también he visto jugar docenas de partidos tranquilos en un ambiente la mar de agradable. En la categoría benjamín, el defensa central del equipo de mi hijo era una niña de siete años que era la mejor jugadora del equipo. Y nunca vi malos modos ni gritos ni comentarios ofensivos contra esa niña que jugaba rodeada de niños. Y es más, algunos de estos partidos se jugaban en barriadas con un elevadísimo nivel de paro y con una gran parte de sus habitantes metidos en historias turbias de drogas y de delincuencia. Pero en el campo -y eso era lo importante- todo era alegría y buen humor. Había gente que se fumaba canutos, sí, pero nadie gritaba ni amenazaba. Y eso que el campo estaba en uno de los barrios con peor fama de este país.

El problema es que hay padres que se transforman en licántropos en cuanto su hijo sale al césped. Sueñan con que su hijo sea rico y famoso y lo saque de la miseria o le permita llevar una vida mucho mejor de la que tiene. O proyectan sus frustraciones y sus desengaños en su hijo alevín o juvenil y pretenden que algún día lo redima de todo lo que le ha salido mal, que debe de ser mucho a juzgar por mala baba de sus insultos y sus amenazas. Y las historias se repiten. Hace unos años, unos jugadores de la liga juvenil holandesa mataron de una paliza a un juez de línea. Los jugadores tenían entre 15 y 16 años. El juez de línea tenía 41, y su propio hijo estaba jugando en el campo, sólo que en el equipo contrario al de los jugadores que mataron a su padre. Y un día de 1972, la primera página de este periódico publicó una foto que dio la vuelta al mundo. En un campo de fútbol de Campos, durante un encuentro Campos-Murense, unos espectadores agredieron de forma brutal a uno de los jugadores del equipo visitante. El poeta Damià Huguet, que además de poeta era cronista deportivo, fabricantes de vigas, crítico de cine y futbolista aficionado, estaba en el campo ese día y tomó la foto. Nadie que la haya visto habrá podido olvidarla. Un futbolista corría aterrorizado por el campo, perseguido por un grupo de espectadores que se habían convertido en una jauría de perros de presa. Uno de ellos enarbolaba una silla plegable, otro intentaba placar al futbolista, y un tercero, a cuatro patas porque había perdido el equilibrio, intentaba agarrarlo desde el suelo. Detrás de ellos venía el resto de la jauría. Quizá esos espectadores eran gente aparentemente normal y razonable en su casa y en su trabajo, pero aquel día se habían transformado en personajes muy peligrosos que quizá habrían matado al futbolista si nadie se lo hubiera impedido. Nuestra guerra civil debió de estar llena de esta clase de metamorfosis.

Lo que pasó en el partido de infantiles entre el Alaró y el Collerense pertenece a esta clase de historias cíclicas. Sólo que esta vez los espectadores no agredieron al árbitro ni a un futbolista del equipo contrario sino que se pelearon entre sí. Padres contra padres. En el vídeo se oye insistentemente la voz de una mujer que grita “¡Qué vergüenza, qué vergüenza!”, pero nadie la escucha y la pelea sigue. Lo que pasó en ese campo me podría haber pasado a mí o a cualquiera de los miles de padres que tienen a sus hijos jugando en el fútbol base. Yo no sé si alguien se ha parado a pensar en la importancia social de esos equipos de fútbol modesto, o en el admirable papel que desempeñan los preparadores de todos esos equipos de alevines e infantiles, junto a los árbitros y a los padres -sí, muchos padres- que se toman las cosas con deportividad y van a ver jugar a sus hijos sin agresiones ni amenazas. Y a los demás padres y jugadores que hacen justo lo contrario, sólo hay que repetirles el grito de esa mujer solitaria que intentaba poner paz en medio de la refriega: “¡Qué vergüenza, qué vergüenza!”

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