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El suicidio (I)

El pasado febrero se publicaba en este mismo diario que se habían contabilizado 93 casos de suicidio en Balears durante 2015 (en España fueron 3602). Ambas cifras se corresponden con la media habitual de 8-9 casos por cada 100.000 habitantes/año, aunque ello no deba restar preocupación por la primera causa de muerte debida a circunstancias no orgánicas (enfermedad) y que dobla a la de víctimas por accidentes de tráfico, lo cual obliga a un análisis causal del que pudieran derivarse medidas de prevención.

Por lo que respecta al ámbito geográfico, se conoce de antiguo que los índices son más altos en los países nórdicos o Japón (curiosamente, Unamuno se refería a Portugal como el país de los suicidas sin que los datos, hasta donde sé, refrenden su afirmación), en coincidencia con el perfil de alto riesgo que ya describiera Durkheim, allá por 1897, en su ensayo El suicidio: era entonces más frecuente en varones de entre 40 y 60 años (incidencia doble respecto a las mujeres de igual edad), solteros, nórdicos, protestantes (?) y de clase alta (por su mayor laicismo, según indicaba). Asimismo, tendría lugar de preferencia a primeras horas de la mañana y en las estaciones de primavera-verano, datos estos que no he podido confirmar.

Sea como fuere, en el hecho de quitarse la vida subyace una constelación de motivos cuya repercusión individual sigue siendo hoy en día de difícil predicción. Para mejor analizar la pluricausalidad, se ha constituido en nuestro país la llamada RedAipis (Asociación para la Investigación y Prevención del Suicidio), de la que cabe esperar que en los próximos años procure avances objetivos, como ha sucedido en otros lugares, en el conocimiento de un drama, individual y colectivo, que para algunos ha sido de preferencia disparadero para posicionamientos filosófico/ideológicos. El suicidio se condena sin paliativos por parte de la Iglesia, mientras que para Thomas Szasz, conocido antipsiquiatra, sería un derecho "hurtado por las religiones y administrado por los médicos" (aunque no voy a referirme aquí al conocido como "suicidio asistido"). Para el filósofo Ronald Dworkin, se trata de "una decisión razonable en ocasiones, ya que la vida no siempre vale más que la muerte" o, como afirmó Simon Critchley, garantía de libertad "en tanto conservemos el poder de suicidarnos". En parecida línea se ha justificado por conocidos personajes: desde Houellebecq a Jean Amery (él mismo suicidado al poco de afirmar que "el impulso hacia la vida es un impulso necio"), Cioran ("sólo quienes se suicidan no mienten"), Céline, exhibiendo una vez más su acendrado pesimismo al escribir que "lo mejor que puede hacer uno cuando ya está en el mundo es intentar salir de él", u otro novelista, Kureishi, poniendo en boca de uno de sus personajes que "el suicidio es una manera de decir lo que sientes".

En todo caso ninguno de ellos, más allá de sus proclamas, entra en los argumentos lacerantes y dolorosos que puedan explicar el porqué de un final auto impuesto y si éste habría podido evitarse, de acuerdo con el protagonista, por medio de actuaciones disuasorias, lo cual se antoja plausible a poco que deje de hablarse del suicidio como abstracción y pasto de intelectuales para desgranar (también tomando como ejemplos a tantos escritores suicidados y de los que puede conocerse su problemática anterior, a diferencia de los anónimos) cuales pudieron ser las razones que les indujeron a abandonar voluntariamente la vida. Entre ellas, la enfermedad orgánica, cuando considerada incurable, ocupa un lugar relevante como ya advirtiera Séneca al consignar que "causa de muerte fue para muchos conocer su enfermedad".

En Final de trayecto, uno de los relatos incluidos en el libro Hay algo ahí fuera, Nadine Gordimer describía el sufrimiento de una mujer colostomizada que no logró terminar con su vida a pesar de haber dejado una nota a su marido que, pese a la misma ("cumple tu promesa. No hagas que me revivan"), la llevará al hospital donde se recobrará a su pesar. Sin embargo, en otros casos el intento puede culminar y un cuerpo maltrecho puede inducirlo -"la idea del suicidio me proporcionaba una feroz alegría", escribe Leopardi, enano y jorobado-; Debord, afecto de trastorno neurológico, se disparó un tiro de escopeta, e igual puede suceder en caso de enfermedades oncológicas, paradigma, siquiera en el sentir popular, de patología sin vuelta atrás. Así, y tras el diagnóstico de cáncer, optaron por el suicidio la poeta Alfonsina Storni con 46 años, Horacio Quiroga o el yugoslavo Danilo Kis. Situaciones éstas en las que a buen seguro cabría considerar en algunas la conveniencia de medicación bajo control (el suicidio asistido ya mencionado y que tal vez sea objeto de comentario en el futuro). Por otra parte, la enfermedad oncológica, cuando padecida por la pareja y dada la citada percepción de un pronóstico infausto, ha provocado en ocasiones el suicidio de ambos. Tales fueron los casos de Heinrich von Kleist (un tiro en la boca tras matar a su amante, afecta de cáncer) o Arthur Koestler junto a su esposa, enferma de leucemia.

Parece plausible que en la mayoría de los citados existiese un cuadro depresivo como causante del desenlace, toda vez que estos trastornos, junto a procesos psiquiátricos varios, preceden con frecuencia a la decisión última. De esos y otros indicios premonitorios, así como de la posible prevención, trataré la próxima semana.

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