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José Carlos Llop

Los silencios de Juppé

El grupo editorial al que pertenece mi editorial francesa acude siempre al mismo servicio de taxis para recoger a sus autores. Son taxis estupendos y quienes los conducen, personas acostumbradas a tratar hoy con Paul Auster y mañana con Jerôme Ferrari. Tal vez no los lean -no lo sé- pero saben perfectamente quiénes son y, sobre todo, lo que son. El sentido de lo que son, quiero decir. El dueño de la empresa es oriundo de Portugal y un hombre muy listo, con gran sentido del humor. Cuando me toca él, sé que el trayecto será tan estupendo como el automóvil, ya dije.

La última vez me llevó a la estación del Este para coger mi tren a Nancy. El viaje anterior lo había hecho con Salman Rushdie, que también acababa de llegar a París el mismo día, y dado el precedente, hablamos un poco de política, aunque no de integrismo, para pasar el rato en algún que otro atasco de media tarde. En aquel momento la derecha francesa no había decidido aún su candidato y yo le hablé de Alain Juppé, de su extraordinario y largo mandato en la alcaldía de Burdeos y de su inteligencia, no sólo política.

-Oh, sí, Monsieur Juppé-, me contestó. A mí también me gusta mucho, dijo, es un político muy inteligente y serio, pero en Francia, ¿sabe usted? gusta menos por una cosa: no sabe reír. No creo que gane. Ay del hombre que no sabe reírse, añadió.

Tuvo razón y Juppé se quedó a las puertas ante el triunfo de Fillon, que a mí me parece que tampoco ríe mucho (ahora, desde luego, no ríe nada). Hay una escuela en la derecha política francesa -tipo Balladur- que reír, ríe poco. Fillon parece de estos, mientras que lo de Juppé es otra cosa. No sé si los primeros gaullistas eran más risueños, pero esta semana volvió a hablarse del regreso de Juppé, que nada dijo durante días -los silencios de Juppé- y luego se descartó como posible candidato de una derecha desgalichada interiormente y desorientada ante la posibilidad más que probable de ser desbordada por su derecha más extrema.

Lo primero que llamó mi atención cuando conocí a Juppé fue eso: sus silencios. Fue en un encuentro en el ayuntamiento de Burdeos con escritores, traductores y editores como inauguración del festival bordelés L’Escale du Livre, dirigido por Pierre Mazet. Abril de 2007. No dijo ni una sola de esas tonterías a las que nos tienen acostumbrados muchos que se dedican a la vida pública, para hacernos creer que saben de lo que no saben, o repetir cansinamente lo que un consejero áulico les ha escrito echando mano de internet. Aquella tarde de hace diez años habló poco y mostró su respeto hacia el trabajo de unas personas que mantienen la cultura de un país, el suyo. No sin hacer, de paso, alguna broma sutil para que la alabanza no permitiera envanecimiento o distracción. Desde entonces he coincidido con él en L’Escale varios años y siempre ha estado impecable. Desde sus discursos hasta sus saludos a los escritores del mundo entero que asisten al festival y el, al menos aparente, conocimiento de su trabajo. Ninguna soberbia, ningún más o menos disimulado desdén, ningún afán de gustar, ninguno de los disfraces habituales del poder, por pequeño que sea. Cierta timidez, en todo caso, pero sin perder el mando.

El mismo que ha ejercido con la ciudad donde se retiró como alcalde después de un asunto de financiación de su partido. Alain Juppé ha convertido Burdeos en una ciudad que vive de cara al Garona y disfruta de su imponente fachada, antes oculta por los almacenes portuarios. La arquitectura dieciochesca -revitalizada- y el viejo trazado de la ciudad -que ha peatonizado, rescatando el tranvía y las bicicletas- son envidiables. Y la parte nueva que va levantándose al otro lado del Garona, digna de ser tenida como ejemplo de ensanche urbano. La ciudad oscura de ese otro gran alcalde (y también ministro) que fue Chaban Delmas -los alcaldes siempre han mandado mucho en la política francesa- es ahora una ciudad luminosa y detrás de ella están los años y el trabajo de Alain Juppé. Si ha sabido hacer eso con su ciudad, uno se pregunta lo que podría hacer al frente de su país.

También se lo preguntan los de su propio partido, empezando por el ahora agitado Fillon, preocupado por su sombra, pero lo descartaron -dijeron- por miedo a que Marine LePen arrollara a un ser tan civilizado. Y eligieron la fortaleza sinuosa frente al político ilustrado y serio. En Francia, sí. Pero lo curioso es que aunque hablen poco de ella siempre flota en el ambiente la presencia de LePen. Se habla en radio y televisión, y se escribe en los periódicos, mucho más de Macron, de Fillon o de Hamon. Muchísimo más. Lo otro, el posible triunfo de la ultraderecha en la primera vuelta, es como si no existiera de tan probable, salvo en su amenaza de salirse del euro, que preocupa y mucho; como si todo se encaminara a preparar la segunda vuelta sólo. Y mientras es investigado por los jueces, Fillon acude al populismo asambleario que, con razón, tanto se critica ahora y dice que son los votantes los que han de decidir. Al margen de cualquier otra consideración. Falta un mes y en un mes puede ocurrir de todo. Como que ni Company, ni Bauzá, sean el candidato elegido por el PP para acceder al Govern. Y no por parecerse a Juppé, precisamente.

PD: Ha muerto Howard Hodgkin, uno de los mejores pintores británicos de la segunda mitad del siglo XX. Detrás de su pintura, dos de los que más me gustan: Bonnard y Vuillard; también los paisajes humanos y coloristas de La India. A Howard Hodgkin nos lo descubrió Bruce Chatwin, pero quien publicó una magnífica monografía sobre su obra fue el escritor y curator mallorquín Enrique Juncosa a principios de siglo. Obviamente no está traducida ni al castellano ni al catalán, pero es un libro maravilloso. La Mallorca no oficial ni oficiosa -por eso cuenta menos en casa- siempre está detrás de cosas importantes. Howard Hodgkin en este caso. El libro reúne escritos de distintos autores sobre su pintura y fue seleccionado en su día como mejor libro de arte del año por el Financial Times. Lo había editado Enrique a raíz de la más grande retrospectiva sobre Hodgkin que se haya celebrado nunca, retrospectiva que él comisarió en el Museo de Arte Moderno de Irlanda, que por entonces dirigía. Howard Hodgkin murió el jueves pasado a la edad de 84 años.

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