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El paraguas

Un viejo amigo siempre me decía: “los costarricenses somos amables, instruidos, demócratas y ladrones de paraguas sin excepción”. Me lo explicaba al yo quejarme de haber sufrido el (tercer) robo tras dejar mi vulgar paraguas de todo a cien en el interior de mi coche en la avenida principal de San José. Aseguraba que ningún tico que se preciara dejaba de aprovechar la ocasión de alzarse con el adminículo incluso en temporada seca. Acepté aquello de buena gana, comprendiendo que hay cosas impepinables, que van con la idiosincrasia de un país. El resto de las virtudes ciudadanas compensaba este defectillo.

Pues bien, los españoles somos simpáticos, jaraneros, trabajadores, demócratas en general y corruptos. Anda suelto por ahí un gen que nos induce a la sinvergonzonería en la que nos embarcamos alegremente siempre que podemos. El IVA no se paga, por Dios, los impuestos, tampoco, y si está a nuestro alcance un chanchullo cualquiera (pagar al fontanero o al que nos vende la casa con un poquito de dinero negro) lo practicamos sin dudar: el Estado nos roba (como a los catalanes) y nos tenemos que defender robándole a nuestra vez.

Esto es lo normal.

Pero, además, hoy me encuentro con la necesidad de vadear el río de porquería que me mancha los zapatos, los calcetines y hasta las perneras de los pantalones y que desborda las calzadas de mi país, España. La necesidad del vadeo no es solo mía sino de todos nosotros, aunque a veces me parece que a algunos les importa menos que a otros o no les importa nada en absoluto a juzgar por cómo siguen votando al mismo partido inmerso en las prácticas corrompidas una elección tras otra, como si nada fuera.

Hablo de que nos rodea la corrupción total nacida de la política y de que a cualquier lugar al que dirijamos nuestra mirada, el bosque de ponzoña nos impide ver a los escasos virtuosos que claman en el desierto pero se declaran derrotados antes siquiera de lanzarse a la batalla. “No podemos hacer nada”, nos dicen antes de meter las manos en la masa, dispuestos a luchar aceptando, eso sí por necesidad ineludible, un poquitito de corrupción y luego un poquito más y más.

Hablo de que la corrupción financiera de los partidos políticos nace del hecho sobreentendido de que se necesita dinero para mantener vivo el sistema democrático y el juego de las elecciones y de que no hay otro modo de conseguirlo si no es con malas artes. También se necesita para que el político viva bien y no sienta la tentación de ceder al soborno (en el caso extremo de Colombia y su lucha contra el narcotráfico, se solía decir “juez millonario o juez muerto”). Me avergüenza esta laxitud moral que cree que el sistema funciona con apenas un poquito de inevitable inmoralidad. ¿Me avergüenza? No: me enfurece por lo que implica de traición a la ciudadanía de bien.

¿Cómo podemos vivir así? Estoy harto de tener que ver telediarios en los que la porción principal del informativo está dedicada a la Gürtel, a la Púnica, al Presidente de Murcia, al caso Palau, al caso Bárcenas, a las tarjetas black, a Pujol y sus chicos (incluido Artur Mas), a los cursos de formación en Andalucía, al caso Noos, al espionaje en Madrid, a los sobornos en Valencia, a Cursach y sus night-clubs. No hay día que no nos depare un nuevo escándalo. No hay día en que no se nos explique que la presunción de inocencia es reina, sobre todo cuando debe predicarse de un tipo que todos sabemos que es un bandido (claro que prefiero que un delincuente se libre de la cárcel si con ello se evita que acabe condenado un inocente; pero eso es porque soy un demócrata de verdad). Y todo ocurre en un sistema político que se sostiene gracias a pequeños acuerdos que recuerdan la historia del caballero que en el sillón de la consulta agarra al dentista por salva sea la parte y le espeta “no nos haremos daño, ¿verdad?” O que permite que se ignoren impunemente promesas de regeneración dadas solemnemente al votante durante la campaña electoral. “Vamos a acabar con la casta”, nos dicen, cuando quieren decir “vamos a acabar en la casta”.

Pues vaya negocio este de los paraguas.

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