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Eduardo Jordà

Huelga educativa

El jueves pasado, mientras veía pasar a los manifestantes de la huelga general educativa, me pregunté cuántos de ellos tenían alguna propuesta novedosa que ofrecer, aparte del habitual griterío contra la LOMCE y contra los recortes y contra los abusos siniestros del neoliberalismo y bla bla bla. Porque una de las cosas que más llama la atención es que todos los que critican el sistema educativo actual señalen sus innumerables imperfecciones, pero apenas aporten una solución que no sea aumentar el presupuesto y reforzar las plantillas de docentes. Y nada más. Ah sí, claro, siempre añaden a gritos que ellos defienden la enseñanza pública, y tal como lo dicen y por la cara que ponen, uno podría creer que están defendiéndola en Stalingrando, a veinte grados bajo cero y contra una división entera de Panzers nazis. Ahora bien, ¿hay alguien que pueda creer que la enseñanza pública está en peligro en España? ¿Hay algún plan secreto para desmantelarla o ponerla fuera de la ley? Hay que ser muy tonto -o muy fanático- para creer que sí.

El problema más grave de la enseñanza española es un problema que nunca sale a relucir y que jamás aparece citado en ningún sitio. Y ese problema es la politización absoluta del debate educativo y el consiguiente desprecio hacia los hechos objetivos. Desde que se implantó la LOGSE en 1992, la izquierda ha introducido un modelo educativo que ha convertido la escuela (y los institutos) en una especie de centro formativo a medio camino entre una ONG y una academia de “buenismo”. Y así, la enseñanza no debe crear alumnos que en un futuro sean buenos profesionales, sino que está obligada a crear “motores del cambio”, es decir, ciudadanos que crean a pies juntillas que el Estado lo es todo y que la responsabilidad es siempre de la “sociedad” -ese ente platónico- y nunca de uno mismo, porque en el fondo no existe la responsabilidad individual.

Esta visión de los principios educativos es la más extendida entre los sindicalistas y los expertos académicos que planifican los temarios y que deciden las cosas que deben enseñarse (los profesores, o al menos una buena parte de ellos, son más escépticos porque saben el nefasto resultado que estas ideas han tenido). Pero estas ideas se consideran intocables y de hecho funcionan como verdaderos tabúes que nadie se atreve a cuestionar. Suspender a un alumno es un odioso ejercicio de autoritarismo. El refuerzo positivo es intocable y no se le puede decir a un alumno que ha hecho las cosas mal, porque eso le creará frustración e infelicidad. Los conocimientos son secundarios porque lo importante es “aprender a aprender” (sea eso lo que sea). La enseñanza no debe crear buenos profesionales -eso sería mercantilizarla, y por tanto pervertirla- sino “buenas personas” o “personas felices” (y eso significa que voten a determinados partidos, claro está). La Formación Profesional o las diversas rutas educativas en función de la capacidad de cada alumno son “segregadoras” e injustas. Las pruebas externas, las reválidas y la posible evaluación objetiva de los docentes son inadmisibles y suponen un atentado contra los principios sagrados de la escuela pública. Incluso el concepto mismo de inteligencia de cada alumno es “autoritario” a ojos de muchos defensores de estas ideas. Y como cristalización de todos estos prejuicios ha llegado ahora la cruzada contra los deberes que han emprendido de forma temeraria muchos padres de alumnos. Como decía Cristian Campos, ojalá estos enemigos de los deberes no se encuentren algún día, si tienen que pasar por el quirófano, con un cirujano que ha tenido unos padres como ellos.

Estas ideas no están refrendadas por hechos objetivos de ninguna clase y por eso mismo no pasan de ser prejuicios ideológicos. Prejuicios, además, que en muchos casos se basan en la ignorancia o en la mentira. Basta pensar en las reválidas, que muchos consideran franquistas, pero que también existieron en la época de la República, cuando don Antonio Machado podía ser además catedrático de Instituto, cosa que la LOGSE de 1992 impidió al considerar que las cátedras eran clasistas. Pero aun así, estos prejuicios se mantienen a toda costa e impiden por completo cualquier avance en el debate o que se aporten innovaciones imprescindibles. A nadie se le ha ocurrido, por ejemplo, que para empezar a mejorar de una vez la enseñanza lo primero que hay que hacer es exigir a los futuros maestros un cursillo de cuentacuentos: para aprender a atrapar la atención del niño, para saber leer y declamar de forma sugerente, para teatralizar la exposición de un tema y crear así el escenario idóneo para que una idea se meta para siempre en una cabecita. Estas iniciativas están refrendadas por los hechos porque todos los estudios demuestran que funcionan -igual que la comprensión lectora como pieza básica del sistema educativo-, pero por desgracia nadie se acordará de ellas. Y dentro de diez años seguiremos hablando tan contentos de las reválidas franquistas.

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