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Norberto Alcover

En aquel tiempo

Norberto Alcover

Cuatro años con Francisco

Estaba con unos amigos merendando en una cafetería madrileña, cuando descubrimos en la televisión del local una pequeña fiumata bianca elevarse hacia el cielo romano. Al cabo de un momento, emergió un nombre e inmediatamente cómo se llamaría el nuevo papa de la Iglesia católica, el sucesor de Pedro. El cardenal Jorge Mario Bergloglio tomaría el nombre de Francisco I, en honor de San Francisco de Asise, el líder franciscano. Al poco, aparecía el recién elegido en la logia de Bernini, un tipo alto, ancho de espaldas, quien permaneció unos segundos lanzando una mirada entre poderosa y contemplativa a la multitud enardecida, convertida la plaza de San Pedro en signo de la catolicidad entera, y, más tarde se sabría, en punto de partida para una revolución eclesial ofertada a los creyentes y al entero planeta en la medida en que se quisiere aceptar. Aquel hombre de blanco, al cabo, invitaba a rezar la oración dominical y pedía con humildad la ayuda de los presentes para llevar adelante el ministerio recibido. Era el 13 de marzo de 2013.

En la cafetería se había hecho un silencio reverencial. Y cuando nos impartió su primera bendición, comprendimos que teníamos ante nosotros una oportunidad llamada a transformar la Iglesia y el mundo en toda su redondez. Un papa de estilo franciscano. Pero es que además, los comentaristas nos habían anunciado como gran novedad que, el nuevo papa, era jesuita, cardenal arzobispo de Buenos Aires, hombre relevante en la Iglesia latinoamericana, vinculado a las "Villas miseria", que viajaba en metro, que se hacía él mismo la comida, y que mantenía una absoluta independencia respecto de las autoridades de todo tipo, duro pero paternal, de clara doctrina pero siempre abierto a los tiempos de dios en la historia. Alguien comentaría más tarde "un espíritu franciscano en guante de jesuita". Un latinoamericano, el primero, sentado en la silla de Pedro. Un miembro de la Compañía de Jesús llegado a la cúspide eclesial por vez primera. Las noticias se multiplicaban: y nos preguntábamos por los datos concretos a la hora de objetivar esta cuestión que el acabaría por desvelar: "Con el tiempo, me he vuelto más bondadoso, he tenido que aprender de aquellos años complejos". Y desde este aprendizaje, surgió su palabra mítica, su voluntad de que en la Iglesia apareciera como signo de su pontificado ni más ni menos que "misericordia".

Un hombre bueno, recto y misericordioso para una sociedad agrietada por la división, la incapacidad de perdón, y la permanente confrontación, tantas veces de origen religioso. Más tarde, descubriríamos que su fe estaba fecundada por la justicia, y que penetraría el mundo como un dardo punzante y candente ante la injusticia y su dolor, la injusticia y no menos el mal gobierno de naciones y de cuentas bancarias. Sería portada de TIME, también de revistas del corazón, hablaría en todos los foros posibles, no se cortaría un pelo, y confesaría que el mayor de sus sueños era viajar a China, ese país del futuro para la Iglesia. Para nada sería un "papa bonachón". Sería un papa franciscano pero también jesuita. Acariciaría el dolor humano mientras defendería el honor de Dios. Y ahí está. Tras cuatro años de amar y de servir. Rompiendo moldes y dejándose romper por aquellos que intentan que los moldes no se rompan.

Y cada vez más, acabamos por posicionarnos todos ante sus palabras, ante su estilo, ante sus consejos, todo resumido en su primer documento, texto programático como "catecismo de Francisco": Evangelii Gaudium o en castellano La alegría del evangelio. Al comienzo, aparecen estas palabras claves: "En esta exhortación quiero dirigirme a todos los fieles cristianos para invitarlos a una etapa evangelizadora marcada por la alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años". Talante esperanzado porque somos discípulos del resucitado, y evidentes líneas de acción intra y extra eclesiales, que solamente ha desarrollado pero ya estaban implícitas en el texto referido. Es el texto papal a releer continua y pacientemente, es un catecismo, es esta descarada invitación a pacificar la realidad desde una justicia misericordiosa. Desde Roma a Nueva York. Desde México a Lampedusa. Desde Santa marta a cualquier parroquia o lugar dolorido del mundo. Sabe muy bien nuestro Francisco que todos desean estar a su lado, pero que no todos están satisfechos con lo que oyen y con lo que ven. El miedo de toda conversión al evangelio auténtico de Jesucristo. El miedo al amor práctico.

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