Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Daniel Capó

Más cañones

La mitología de la derecha americana es sencilla y tiene mucho de la figura del cowboy. No otra cosa fue Ronald Reagan, un actor con gancho electoral y unas pocas ideas básicas acerca del bien y del mal, que logró levantar la alicaída autoestima del pueblo americano. Reagan confiaba en la iniciativa privada y recelaba de la burocracia gubernamental. Reagan hablaba en términos morales y creía en un relato nacional que identifica a los Estados Unidos con el pueblo elegido. Reagan veía la superioridad militar como el garante definitivo de la paz. Hay que decir que el patriotismo americano no es ajeno a este marco de interpretación que Trump se apresta a recuperar en forma de pantomima -de peligrosa pantomima, habría que añadir-.

Trump acaba de anunciar una fuerte expansión del gasto militar americano para los próximos años. La lógica que subyace a esta decisión resulta obvia: un ejército poderoso apela a los sentimientos de una nación que, de repente, se siente insegura. En ámbitos conservadores, circula insistentemente el temor a una eventual superioridad tecnológica de los nuevos equipamientos militares chinos o rusos. Es mentira, por supuesto, pero sirve para alimentar cierta atmósfera de decadencia americana. La debilidad cibernética ante el ataque de los hackers rusos y chinos apoya esta sensación de fragilidad en áreas en las que la preeminencia militar americana no es tan evidente. Sin embargo, la apuesta de Trump, además de emocional, responde a una motivación indudablemente económica. De nuevo, en ese imaginario del conservador americano, la debilidad de los Estados Unidos estriba en la ausencia de trabajo estable para la clase media blanca del país. Y ahí las soluciones inmediatas responden a la inversión en infraestructuras y gasto militar; léase: carreteras y fábricas.

Las declaraciones del nuevo inquilino de la Casa Blanca apuntan en esa dirección: "Reforzar el sector militar es barato. Estamos comprando paz y afianzando nuestra seguridad nacional. Además, es un buen negocio. ¿Quién construirá los aviones y barcos? Trabajadores americanos". Y podría añadirse: ¿quién reparará las carreteras? ¿Y las vías de tren? ¿Y los embalses o los puentes? Contentar a un electorado irritado contra la globalización pasa, pues, por un doble eje: la defensa militar frente a un hipotético enemigo exterior y la modernización de las grandes infraestructuras interiores. Ambas apuestas son eficientes en la creación de empleo y en su rápida visualización. Si se pueden sostener fiscalmente, claro está.

El giro militar de los presupuestos nacionales es una constante en buena parte del mundo civilizado. El gasto crece de forma significativa en países relativamente neutrales como Suecia o Japón, que perciben con temor el renovado músculo de sus vecinos. Lo incrementan, desde luego, los Estados con vocación de potencia regional -Rusia y China-. Y lo aumenta notablemente Alemania, como lo anunció hace varios meses la canciller Angela Merkel. La inseguridad internacional genera miedo y el miedo se traduce de muchos modos. En su última columna del New York Times, David Brooks apelaba a la autoridad del diplomático Charles Hill para constatar que en nuestro mundo se enfrentan dos tradiciones: la ilustrada y la antiilustrada. En la primera, hallamos el cosmopolitismo, las instituciones, el comercio, las comunicaciones, la defensa de los derechos humanos y la paz mundial. En la segunda, la voluntad plebiscitaria, el supremacismo racial o étnico, el neomarxismo económico y, por supuesto, la retórica trumpiana que se alimenta del ejemplo de Reagan pero que va mucho más allá. Peligrosamente más allá, diríamos.

Compartir el artículo

stats