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Antonio Papell

Pedro Sánchez va ganando

Pocas veces en toda la etapa democrática un gran partido se ha metido en un jardín tan intrincado como el PSOE en la actualidad. El afán de poder, poco explicable a primera vista, de ciertas elites socialistas tras las elecciones del 26J impidió que se planteara abiertamente, como correspondía, un debate sobre la estrategia que debería seguir el PSOE en aquella complicada coyuntura, con una fragmentación que dificultaba grandemente formar gobierno. La evidencia de que entre la militancia socialista no había la menor propensión hacia un pacto del PSOE con el PP para la investidura de Rajoy hizo imposible que aquella fórmula fuese siquiera planteada (los barones temían que quien la enunciase se contaminase definitivamente y perdiera oportunidades de futuro). Y surgió la tentación del golpe de mano, una operación palaciega que descabalgó a Sánchez pero no resolvió el problema. Obviamente.

Los hechos están demostrando paladinamente que las bases, los militantes, los que eligieron secretario general a Pedro Sánchez en elecciones primarias el 14 de julio de 2014 con el 48,63% de las papeletas (56.409 votos), se indignaron ante al cuartelada urdida entre bastidores por un grupo de barones territoriales, que representan un poder subrepticio que cuenta con escasas simpatías entre los militantes más politizados.

El golpe, un atentado del aparato contra la soberanía de los miembros del partido, versó sobre un asunto anecdótico, el 'no es no' de Sánchez a la investidura de Rajoy, que en realidad ocultaba un forcejeo a cara de perro entre las fuerzas vivas del país (hay que recordar que se llegó a esgrimir un imaginario documento del CNI sobre el pacto secreto supuestamente firmado por Sánchez con las fuerzas independentistas que "querían romper España"). Quienes en el PSOE no se habían atrevido a defender públicamente la conveniencia de una 'gran coalición' a la alemana frente a una alternativa de izquierdas maquinaron indecentemente para suplir su propia falta de arrojo, con la impagable colaboración en el envite de Felipe González, a la sazón en un juego inextricable que a pocos ha sorprendido sin embargo. Y el resto de la historia está a la vista: Pedro Sánchez, a lomos de la militancia anónima y de unos cuantos leales -ha habido traiciones memorables en este asunto„, está llenando plazas prácticamente sin convocatoria, en tanto los peones de la gestora tienen dificultades para llenar un taxi.

La razón es clara: la política está muy desacreditada (los políticos han hecho muchos méritos para las cosas sean de este modo), y quien va ligero de equipaje con la verdad por delante encuentra en el acto el apoyo de las personas con ideales, que todavía creen sin el menor sectarismo que la realidad puede cambiarse en beneficio de todos.

La sola lectura de las vicisitudes judiciales de estos días, de estos meses, de estos años, produce náuseas porque la corrupción impide ver lo que hay de buena fe en el proceso político, tan encenagado como maloliente. Muchos de los grandes dilemas ya no pueden enunciarse en los términos clásicos de la dialéctica derecha-izquierda sino que se requiere alguna dosis de decencia, que no abunda por estos pagos. Por eso la militancia socialista, que entrevé los móviles de unos y de otros, aprecia la buena fe de un personaje que, con un pequeño equipo de personas que ni siquiera tienen ambiciones políticas, está dando un ejemplo de dignidad. Yerran quienes ven en estas conductas rasgos de radicalismo o de obstinación: más bien hay algunos raudales de decencia frente a los que, aun lado y a otro de la raya, han creído siempre que la política es su propio coto de caza particular.

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