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El 'Tuttólogo', cuestionado una vez más

Como sabrán, así llaman los italianos a quien opina de todo sin vacilación alguna y con apariencia de ser el único depositario de la verdad revelada: un estereotipo que sería injusto aplicar sin más al variopinto abanico de informadores y columnistas. No obstante, las evidencias menudean y, tras poner un conocido periodista de estos pagos la cuestión sobre el tapete, Facebook mediante, no he podido resistirme a morder el anzuelo.

Nadie pone hoy en duda la definitiva contribución de los mass media a la formación de estados de opinión y quizá sea superfluo, a fuer de obvio, señalar que somos así y nos manifestamos como lo hacemos, todas las variantes incluidas, porque no estamos solos. Nuestras percepciones están influidas/regidas/mediatizadas por una socialización que facilita el intercambio de ideas, vehiculizadas por empresas u organizaciones con función de liderazgo en la génesis de actitudes que, a su vez, informan los comportamientos individuales y grupales. En paralelo, existen una miríada de circunstancias incontrolables y no cabe sino alegrarse por ello, aunque no quita para que, en buena medida, seamos dados a interpretar lo que sucede a través de lo que nos cuentan. Así, la palabra de terceros -a veces su modo de ganarse las lentejas- juega un decisivo papel en una percepción por lo general moldeable y demasiadas veces selectiva, con tendencia a atribuir mayor relevancia a las opiniones que coincidan con nuestras presunciones aunque los hechos las contradigan. De ahí que Nietzsche considerase las convicciones más peligrosas que las mentiras.

Conocido el contexto y reconocido el decisivo papel de reporteros y opinantes, sería deseable por su parte un ejercicio de responsabilidad que, pese a la honestidad de que la mayoría hace gala, en ocasiones se empaña al aparecer filtros, en la elección del tema o su tratamiento, que obedecen a intereses varios y a veces independientes del autor. La censura, si no enterrada, se bate en retroceso desde la Transición, aunque persista al servicio de otros intereses y, junto a la misma, coexiste un sesgo igualmente nocivo para el consumidor: la autocensura. Los hechos pueden deformarse o, con menor riesgo, silenciarse si ello puede evitar perjuicios y represalias. En tal caso, no se trata de disfrazar u omitir la verdad (lo que se sepa de ella) para que no duela al lector/oyente, sino a su vocero o a la empresa que le paga, eventualidades todas que el periodista citado al comienzo sin duda habrá considerado al igual que yo mismo.

Y hay más porque, junto al balance previo para elegir tema y tono, también es probable que el destinatario se pregunte -tras haber ya asumido con Oscar Wilde que demasiadas veces es el estilo y no la sinceridad lo que cuenta- por la formación específica que autoriza a opinar con conocimiento de causa. Aludo a que si a veces las palabras traicionan el pensamiento, en otras puede no existir pensamiento que traicionar y, en semejante tesitura -aunque suponga echar piedras sobre el propio tejado-, puede el tertuliano/columnista de turno, el tuttólogo, opinar sobre la oportunidad de intervenir (precisará cómo) en Siria o Corea, listar las intenciones ocultas de Trump y acto seguido, con igual autoridad y parecida omnisciencia, analizar la psicología canina, efectos del cambio climático o lo que se tercie.

Quienes tienen cancha para voz o pluma se mueven, como cualquier hijo de vecino, entre las coordenadas que marca su propia historia y es precisamente este subjetivismo esencial del emisor, inevitable demasiadas veces, el que los receptores tienen derecho a conocer. Es decir: cuánto de información y cuánto de opinión se está recibiendo, porque si bien es cierto que la segunda es libre, no lo es menos que las hay malintencionadas o, sin llegar a tanto, que el prejuicio o la ignorancia pueden mediatizarlas, sumando a ello la dificultad que entraña, aun con la mejor intención, trasmitir una verdad siempre compleja, poliédrica y, por lo mismo, tan difícil de analizar en todos sus extremos que el analista de turno podría -y a veces debiera- plantearse si su contribución podrá superar en algo la equidad del silencio o sólo aumentará el ruido, sin contribuir a mejorar la perspectiva sobre el tema en candelero.

Víctor, como apuntaba al comienzo, ha sido la espoleta para una columna que quiero suponer en cierta sintonía con sus planteamientos y, como creí deducir de los mismos, asistir a la interpretación sesgada de estadísticas varias, a la trivialización, la descontextualización de aconteceres que preocupan o a esos debates metafísicos que sólo dejan tras ellos (Yourcenar dixit) agujetas en el espíritu, genera a la par desasosiego y decepción. Sin embargo, sólo podemos crecer merced al desacuerdo, y no sería posible permanecer despiertos y menear la cabeza, estupefactos o presas del cabreo, de no mediar la indignación respecto a lo que a veces nos llega, simplón o adulterado. Así pues, y pese a todo, ¡que no nos falten lenguaraces y plumíferos de toda laya! Con razones o menos para plantearnos si habremos perdido el tiempo en su compañía. De paso, la digresión ha servido finalmente para justificarme y ahora sólo queda esperar a que nuestro hombre vuelva a pronunciarse. En el mejor de los casos, quedará pendiente un café.

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