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Eduardo Jordà

Ser joven

Ahora todo el mundo quiere ser joven y sentirse joven y ser tratado como tal, aunque su edad sea ya provecta

En la mayoría de novelas del siglo XIX, alguien que tuviera la edad que tengo yo ahora -sesenta años- era un anciano sin remedio. No sabemos la edad exacta que tiene la usurera de Crimen y castigo, a la que Raskólnikov asesina por ser una vieja inútil y repugnante, pero es muy posible que no tuviera más de 55 o 60 años, que eran muchos para su época. Y en muchos relatos de Chéjov aparecen personajes que no han cumplido aún los sesenta años, aunque todos reciben el calificativo de "anciano" y se los describe como personas casi inválidas que deben contentarse con observar de lejos las distracciones de los jóvenes y con cuidar el huerto de su casa de campo, si es que tienen la suerte de tener una casa de campo. Y peor aún es la suerte de las mujeres de esa edad, que se ven condenadas a una existencia estéril, trabajando en silencio en la cocina o cosiendo en un rincón. Ya no pueden aspirar a nada más. Chéjov se apiadaba de ellas, y creo que es el primer escritor varón que lo hace. En cambio, antes que él sí se habían apiadado de las mujeres ancianas las pocas escritoras femeninas que había, como Jane Austen o Emily Brontë o nuestra Emilia Pardo Bazán.

Ahora, por supuesto, nadie diría de una persona de mi edad que es un anciano, a no ser que haya sufrido una enfermedad grave o haya vivido unas circunstancias que lo han deteriorado físicamente. Pero por suerte ya no somos ancianos inútiles que ni siquiera inspiramos compasión. El otro día, una enfermera me contó que un enfermo le había puesto una reclamación porque ella le había llamado abuelo. "Pase por aquí, abuelo", le había dicho con su mejor intención, pero el hombre se sintió humillado por la palabra y pidió el libro de reclamaciones del hospital. La enfermera lo había dicho sin el menor retintín irónico, pero sus protestas no sirvieron de nada (cuando me lo contaba, se le llenaron los ojos de lágrimas). Poca broma, eso de llamar "abuelo" a alguien en estos tiempos.

Porque ahora todo el mundo quiere ser joven y sentirse joven y ser tratado como tal, aunque su edad sea ya provecta y tenga las condiciones físicas muy debilitadas. Pero eso da igual. Si uno ya no es joven, al menos quiere "sentirse" joven, y como tal exige ser tratado. Y el mismo trato injusto que antes se reservaba a las personas mayores -que eran ancianas aunque sólo tuvieran cincuenta y pocos años-, ahora se ha transformado en una especie de idolatría incesante de la eterna juventud. Y la palabra "joven" se considera tan elogiosa que incluso se usa como alabanza literaria -"Escribe como un joven", leí hace poco no sé dónde-, aunque en sí mismo el hecho de ser joven no signifique ni demuestre nada. A mi abuelo, por ejemplo, le hubiera ofendido que alguien le elogiase algo porque "parecía hecho por un joven", ya que para él, en los años en que dejó de ser joven -los años 20 y 30 del siglo pasado-, el mayor elogio que uno podía recibir era el de comportarse como una persona madura, por muy joven que fuese. En su época, el hecho de ser joven no significaba nada, como tampoco lo significaba el hecho de ser muy mayor. Ni una cosa ni otra se consideraban ventajas ni inconvenientes, sino simples hechos biológicos que no tenían mayor trascendencia. Pero estoy hablando del siglo XX, o mejor dicho, de la primera parte del siglo XX.

Ser joven -y sobre todo, saberse joven y actuar como tal- es una condición social bastante reciente. Quizá no tenga más de cincuenta o sesenta años, no muchos más. Mi abuelo nació a comienzos del siglo XX y no creo que llegara jamás a sentirse joven. Y no porque no quisiera, sino porque esa idea -ese concepto, mejor dicho- no formaba parte de su imaginario. De joven se hizo algunas fotos, muy pocas, y nunca tuvo aspecto de serlo y mucho menos de ser consciente de que lo era. Había empezado a trabajar con catorce o quince años -antes incluso de ser propiamente un joven-, y luego no paró de trabajar hasta que se jubiló con más de setenta. Tuvo suerte y se libró de la guerra de África, pero vivió de cerca la guerra civil con sólo 33 años. Lo que vio en aquellos días, en Manacor y Porto Cristo y Palma, le hizo perder la poca ingenuidad y las pocas ilusiones que le quedaban. A los treinta y pocos ya sabía de la vida lo que un joven actual tarda cincuenta años en aprender, si es que lo aprende.

Lo digo porque la sacralización de la juventud acaba siendo tan ridícula -e injusta- como lo era la costumbre decimonónica de llamar "ancianos" a las personas que apenas habían cumplido cincuenta años. Y en la sociedad actual se dan unas tendencias cada vez más poderosas -el narcisismo enfermizo, el desprecio de la experiencia y del saber, la defensa a ultranza de la emotividad- que dificultan el funcionamiento de un régimen político que se funde en la razón y en la justicia. Donald Trump, el eterno adolescente, es una buena muestra de ello.

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