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Humo en ciento cuarenta caracteres

El problema con Twitter es que, escriba quien escriba, todo parece un aforismo (no necesariamente un buen aforismo). Y eso engancha al incauto. Al principio, observado el fenómeno, algunos bichos raros decidimos sustraernos a él para vivir más tranquilos? vana ilusión. Pues, aunque el móvil no se nos inunde a diario con una tonelada de minimensajes, canciones, retuiteos y demás (en su mayor parte, perfectamente prescindibles), no hay forma de escapar. Sobre todo, desde que la argumentación política (que llevaba tiempo dando alarmantes señales de agotamiento con predominio de lemas monovarietales de corto vuelo) ya sólo habita en la red social del gorjeo pajaril. Imagino que para ello habrá razones, cuyo estudio dejo a alguna universidad norteamericana, pero el asunto es desconcertante. Quien pretenda estar al tanto de la actualidad política ha de leerse cada día, quiera o no, unos cuantos tweets. Y seguro que más de uno es del presidente de los Estados Unidos.

En épocas no tan lejanas, de los grandes hombres sólo trascendían los grandes hechos. Su figura inspiradora, inmortalizada en retratos y estatuas, presentaba siempre un ademán digno, un porte elevado y noble. Sus gestas llenaban sesudas páginas, donde lo malo y lo bueno se trazaba con la tinta de la distancia y el empaque de las horas decisivas. Y si algún biógrafo, años después de la muerte del prócer, desvelaba un atisbo de su faceta más cercana, por lo general recogía anécdotas entrañables, evocadoras y edificantes. Destellos que confirmaban que, ya desde la cuna, el conductor de multitudes ostentaba en la frente el signo de su superioridad. Pues bien, imaginen si todos esos magnos personajes hubieran dispuesto de Twitter. Piensen en Napoleón, en Lorenzo de Medici, en Carlos I (seguro que Felipe II no se habría apuntado), en Pedro el Grande o en Julio César con móvil y, peor aún, con difusión inmediata urbi et orbi de sus tuiterías más impromptu. Cada minuto. Como Donald Trump.

Nadie es un genio las veinticuatro horas del día: seguro que Leonardo da Vinci soltaba pamplinas de vez en cuando; del temperamento borrascoso de Miguel Ángel queda cumplida memoria y Beethoven tampoco era una malva? ¿cómo habrían sido sus cuentas de Twitter? En su caso, claro, hablaríamos de anécdotas personales, pues ninguno tenía poder sobre sus semejantes. En cambio, cuando los líderes de la política actual desbarran (sin tasa pero, eso sí, en grageas verbales con número limitado de caracteres), sus píos se recogen y extienden como otras tantas brújulas que guían el rumbo del mundo. Y mientras la pirotecnia de las redes globales centellea, y mientras el personal, embelesado como Celia Villalobos con su Candy Crusher, retuitea, lo que de verdad importa sigue adelante en manos de otros; esos que manejan el destino humano a golpe de decisiones que jamás se revelarán en un tweet.

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