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Antonio Papell

Cataluña: espacio para la negociación

La frialdad con que el Tribunal Constitucional ha ido sentando jalones jurídicos que acotan el dislate pone de manifiesto la enorme fuerza del Estado democrático

Ayer, Soraya Sáenz de Santamaría viajaba por octava vez a Cataluña desde que el 4 de noviembre su vicepresidencia incluyó el ministerio de Administraciones Territoriales, con el cometido concreto y explícito de ocuparse de la cuestión catalana, que, por un cúmulo de razones relacionadas con la coyuntura general y con la marcha del ´proceso´ general, debe ingresar en el territorio del gran debate nacional.

Pese al autismo con que se ha desenvuelto la absurda marcha del nacionalismo catalán hacia el referéndum imposible de septiembre, cada vez es más patente el escepticismo que muestran los líderes de ERC y de PDeCAT, presionados frívolamente por la CUP, ante un objetivo que no será autorizado para el Estado, y que ni siquiera contará esta vez con la condescendencia que rodeó al 9N. Pese al desparpajo con que el soberanismo institucional, con Puigdemont a la cabeza, ha defendido públicamente el incumplimiento de la ley -habrá referéndum sí o sí, acordado o no con el Estado-, lo cierto es que a medida que pasa el tiempo comienza a sedimentar la evidencia de que semejantes tesis no van a ablandar la resistencia de un estado de derecho que no consentirá actos ilegales. La frialdad con que el Tribunal Constitucional ha ido sentando jalones jurídicos que acotan el dislate pone de manifiesto la enorme fuerza del Estado democrático frente a quien pretenda practicar una política de hechos consumados.

El embarrancamiento del "proceso" tiene además un claro componente internacional: la causa del soberanismo no ha encontrado un solo apoyo político en el tejido democrático global porque incluso las experiencias independentistas -los referéndums de Québec y el de Escocia- se han desarrollado dentro del marco jurídico respectivo. Los independentistas catalanes democráticos han visto, en fin, que su propuesta rupturista no es vista con simpatía por nadie, no tiene amigos ni partidarios, ni encaja en una Unión Europea en que el imperio de la ley es un sobreentendido que ya no hay necesidad de mencionar siquiera.

Así las cosas, es claro que el Gobierno, al invocar las 45 medidas propuestas en su día por Puigdemont (46 si se añade el referéndum) y manifestar su disposición a entrar en una fase negociadora con las instituciones catalanas, está buscando una pista de aterrizaje en que puedan descansar las formaciones de Junts pel Sí para salvar la cara y resolver el embrollo a través de unas elecciones. En especial, la antigua CDC de Puigdemont y Mas tendría en este envite la oportunidad de recuperar el resuello, una vez constatado que ERC ocupa ya la mayor parte del espacio nacionalista.

Este incipiente proceso negociador, que todavía no tiene verdadera encarnadura, debería formalizarse a través de una entrevista bien preparada entre Rajoy y Puigdemont, que sirviera para avanzar en los cuatro bloques de demandas pendientes: garantía de derechos sociales; política fiscal y financiera; incumplimientos del Estado con Cataluña (incluido el corredor mediterráneo) e invasión de competencias; no judicialización de la política.

Todas estas cuestiones admiten negociación y acuerdo. Pero la superación del conflicto, de forma que la ciudadanía termine interiorizando que se está pasando a otra etapa en la relación bilateral, requeriría algunos gestos más elocuentes y profundos, que entraran de lleno en la médula del vínculo. En concreto, el reconocimiento de la singularidad catalana en las disposiciones adicionales de la Constitución -la famosa propuesta de Herrero de Miñón- y la concesión de una plena autonomía en los aspectos identitarios de las materias cultural y educativa serían elementos que auspiciarían un reencuentro de fondo capaz de dejar atrás un gran desentendimiento, agravado sin duda por el inefable ´caso Pujol´, que la Justicia debe resolver con firmeza y autoridad lo antes posible.

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