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Miquel Àngel Lladó Ribas

A vueltas con el velo y San Valentín

Una de las imágenes más nítidas que guardo en mi memoria es la de la visita a los campamentos de Tindouf, donde desde hace décadas viven miles de refugiados saharauis expulsados de su territorio a causa de la descolonización española y la posterior ocupación marroquí. Corría el año 2001: acababan de producirse los terribles atentados de las Torres Gemelas y una pequeña delegación de funcionarios del Govern viajamos hasta aquellos parajes inhóspitos, en un proyecto a caballo entre la solidaridad y la formación en el ámbito de la Administración pública.

Recuerdo que llegamos a nuestro campamento de noche, después de pasar innumerables controles aduaneros y militares, más reforzados aún si cabe a causa de los luctuosos sucesos de Nueva York. Entramos en una de las muchas casas de adobe que, junto a las populares jaimas, salpican esa zona del desierto de Argelia. La estancia se encontraba en penumbra pero recuerdo que había hombres, muchos hombres recostados sobre almohadas y colchones, hablando y riendo despreocupadamente.

Nos sentamos junto a ellos, algo desconcertados, cuando de repente surgieron de la oscuridad dos jóvenes ataviadas a la manera saharaui, vestidas con colores llamativos y con la cabeza cubierta, dispuestas a servirnos el té en señal de bienvenida. Mi compañero y yo hicimos ademanes de querer ayudarlas en aquel menester, a lo que ellas se negaron rotundamente apoyadas por aquel coro de hombres que reprobaban nuestra actitud con gestos y miradas, como si fuéramos seres de otro planeta?

Fue una primera impresión, ciertamente, pero no pude dejar de preguntarme qué clase de movimiento de liberación era aquél en que las mujeres se comportaban servilmente ante la indiferencia de sus compañeros. Qué revolución, en definitiva, se podía hacer desde esos parámetros de género, por mucha solidaridad que la causa saharaui -no sin razón- haya despertado en numerosos lugares del planeta. Me pregunté también si esa indumentaria -la cabeza cubierta, el vestido hasta los pies- era inocente o más bien el resultado de una tradición que en el mundo árabe relega a las mujeres a la condición de sujetos de segunda categoría, casi siempre sometidas a una religión en la que casualmente Alá -como Yahvé, o como Dios- son representados como hombres, con un poder omnipotente sobre toda cosa creada. Hombres también fueron sus profetas respectivos, y hombres son, en una aplastante mayoría, los que en esas religiones monoteístas ostentan jerarquías y cargos de toda índole, redactando normas y textos que -también casualmente- relegan a las mujeres a una posición de clara sumisión respecto a los hombres, cuando no las ignoran directamente.

Por estas y otras razones tengo mis dudas sobre la sentencia que recientemente ha obligado a una empresa a admitir a una de sus trabajadoras con el hiyab o velo islámico. Se han aducido argumentos de todo tipo para ello: desde la libertad religiosa hasta preceptos constitucionales que, ciertamente, constituyen los pilares de nuestra democracia en Occidente. Pero apenas he oído una sola voz, incluida la de la jueza que ha dictado sentencia, que se haya referido a lo que trato de explicar: el significado que esa prenda, en todas sus formas y variantes, tiene para la mujer en el mundo islámico. Por ello me congratulé al leer la columna que el señor Matías Vallés publicó en su sección Al azar de este periódico el pasado 16 de febrero, un texto tan valiente como políticamente incorrecto, con todas las matizaciones que se quieran.

Quería referirme también a la campaña llevada a cabo por la dirección insular de Igualdad del Consell de Mallorca contra la festividad de San Valentín. Entiendo las críticas contra la misma y las comparto en buena medida: una cosa es la utilización de esa fecha con fines comerciales, como sucede con celebraciones tales como los días del padre o de la madre, y la otra es satanizar el amor romántico como si fuera la peor de las epidemias sociales. No pretendo defender esa forma de relación amorosa, que efectivamente puede propiciar frustración y falsas expectativas en la pareja, pero creo que hay otras formas más eficaces de luchar contra la desigualdad y la violencia de género.

El diccionario de la RAE define el adjetivo "romántico" como "sentimental, generoso y soñador". Eso no es malo ni perverso en sí; otra cosa es que en algunos casos esas cualidades se malogren y aparezca esa forma de proceder a la que genéricamente llamamos machismo, y que puede derivar, como sucede demasiado a menudo, en conductas posesivas y/o violentas. Pero de ahí a achacar a esa fecha del calendario toda la malignidad subyacente en la violencia machista creo que hay un trecho. Casi tan ancho como el concepto de libertad aplicado en la sentencia por la que se obliga a admitir el velo islámico en el lugar de trabajo, si me apuran.

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