Diario de Mallorca

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A veces suceden cosas que apuntan la hipótesis de que los dioses existen. Los caminos del Señor son inescrutables, dice uno de los libros tenidos por santos, así que habrá que atribuir a esa tendencia hacia los movimientos enrevesados el nuevo y raro intento divino de meter algo de justicia en el mundo. El arma elegida para compensar el pulso que existe entre el presidente Trump y el resto del planeta, en el que el hombre del peinado imposible parecía llevar hasta el momento ventaja, ha sido nada menos que la cocacola, la bebida nacional por excelencia de los Estados Unidos. Resulta que a los del norte del Rio Grande les gusta más la de procedencia mexicana.

Hacer justicia con bebidas carbónicas por medio es todo un alarde. Utilizar la que primero fue brebaje que se vendía en las boticas y -luego llegó a imponer hasta el cambio de color en el traje de Santa Claus -antes era verde- supone un ejercicio de creatividad. Pero lo mejor de todo es la razón por la que los entendidos buscan la cocacola made in México. En las maquilas de los otros Estados Unidos, los del país de los mariachis, se utiliza el azúcar de caña para endulzar la bebida después de que en el país que inventó el refresco las embotelladoras se pasasen al jarabe de maíz. Y lo mejor de todo es que el motivo del cambio en EE UU del azúcar llegó de la mano de las subvenciones para los maizales.

Adam Smith, a quien nunca le pudo gustar la cocacola porque no existía cuando el padre de la economía de mercado escribió sus obras, se estará retorciendo de risa en su tumba. Cosas así son las que suceden cuando se quiere manipular las decisiones soberanas del consumidor, que es el que decide. Pero sucede que con el nuevo presidente en la Casa Blanca el mercado entero se estremece con tanta amenaza proteccionista. Se diría que la admiración por los métodos de su amigo Putin le lleva al presidente Trump a añorar los tiempos de la economía dirigida, cuando la nomenklatura decidía desde el precio de los artículos a las ofertas de temporada.

Aquellos planes quinquenales desaparecieron y hoy incluso hay un McDonald's en la Plaza Roja, símbolo mejor de lo tremendo que se ha vuelto este siglo. Pero lo peculiar de los negocios del primer presidente llegado a su cargo sin siquiera hacer ejercicios de calentamiento político antes hacen que a Trump se le hayan olvidado las reglas del mercado libre. Insiste en que en el mismo momento en que se ponga a negociar el coste del muro a levantar en la frontera con México bajará el precio que los economistas que saben de eso calculan que costará. Viene a ser como si el presidente dispusiera de una varita mágica capaz de convertir en más barato todo lo que toca. Le falta por añadir a la varita el accesorio imprescindible de un catador de sabores. Aunque a lo mejor le bastaría con llamar por teléfono y preguntar a su amigo Putin qué cocacola es la que venden en la Plaza Roja.

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