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Antonio Papell

De Washington a Coblenza

La toma de posesión de Donald Trump, este viernes, en Washington, ha esparcido a los cuatro vientos un mensaje de introspección nacionalista, xenofobia, autarquía, agresividad y miedo. Tras la etapa amable de Obama, un personaje que había asumido la modernidad y el multilateralismo en pos de un orden mundial acogedor, heterogéneo, integrador y equilibrado, Trump ha aterrizado con proclamas primarias de autoafirmación, proteccionismo y cierre de fronteras.

Con el argumento, incuestionable, de que las clases medias han pagado injustamente la factura principal de la globalización, y en lugar de buscar soluciones armónicas que reequilibren una sociedad visiblemente descompensada, Trump ha lanzado un mensaje de homogeneidad que, de materializarse, arrojaría un saldo monocolor e intransigente. Las mujeres, como titulares del derecho a la feminidad, han sido las primeras en manifestar su rechazo al macho alfa que pretende arrinconarlas en sus roles tradicionales y veinticuatro horas después de la toma de posesión de Trump, más de dos millones de personas, en su mayoría mujeres, tomaron las calles de las principales ciudades norteamericanas para clamar contra la misoginia del nuevo titular de la jefatura del Estado de la primera potencia del mundo. Las declaraciones de las organizadoras convergen en una causa común: "la preocupación y el miedo" suscitado por el discurso machista del nuevo presidente moviliza las conciencias y las voluntades de la ciudadanía más concienciada de los Estados Unidos, cuya sociedad -y eso no debe olvidarse nunca- ha impuesto democráticamente a Trump en la Casa Blanca. Algo habrán debido hacer mal en los Estados Unidos los partidarios de la sociedad abierta.

Pero mientras en Washington la mujeres manifestaban a voz en grito su censura a la política reaccionaria de Trump, en Coblenza, en el corazón de Europa, se reunían alborozados los representantes del populismo europeo, que en el Viejo Continente está representado por organizaciones de extrema derecha que, más o menos consciente y explícitamente, son herederas del fascismo y el nazismo, los totalitarismos que engendraron las dos guerras mundiales que desangraron el mundo en el siglo XX. A Coblenza (o Confluentes), ubicada en Renania-Palatinado a ambos lados del Rin en su confluencia con el Mosela, han acudido, rodeados de sus estados mayores, la francesa Marine Le Pen, presidenta del Frente Nacional; la alemana Frauke Petry, copresidenta de Alternativa para Alemania (AfD); el holandés Geert Wilders, líder del ultraderechista Partido por la Libertad, y el italiano Matteo Salvini, líder de la Liga Norte, para expresar una idea conmocionante, enunciada sin el menor pudor por Wilders: "ayer, una nueva América; hoy, Coblenza; y mañana, un nueva Europa". Como es conocido, en 2017 habrá elecciones generales en esos cuatro países: en Francia, en Holanda, en Alemania y -probablemente- en Italia.

Mientras sucedían todas estas cosas, se desarrollaba la etapa final del Foro de Davos, donde el elogio a la sociedad abierta y al libre comercio corría a cargo del líder del régimen comunista de China? en una nueva y definitiva prueba del desconcierto ideológico que nos abruma. En Davos, los líderes políticos y económicos occidentales han manifestado su estupor pero no se ha visto la menor iniciativa encaminada a rectificar el rumbo, a indagar las causas del tremendo malestar de las decaídas clases medias, a impedir que el populismo norteamericano termine contaminando todo el sistema de relaciones internacionales y destruyendo la Unión Europea, que -ocioso es decirlo no resistiría sin descomponerse la llegada de Le Pen a la presidencia de Francia. Este es el panorama, que no produce reacciones en las instituciones sino tan solo manifestaciones en las calles. Diríase que los sistemas de representación también han cedido al fatalismo de una inexorable decadencia.

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