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José Carlos Llop

Salamanca, Cuartel General

Hace mucho tiempo, me preguntaron en un programa de radio de qué novela no escrita me gustaría ser autor algún día. Contesté que de Salamanca, Cuartel General, la novela que comenzó Foxá y no sólo no terminó, sino que nunca se encontraron las cuartillas que había escrito, eso si las llegó a escribir. Agustín de Foxá, en plena Guerra Civil, había publicado Madrid, de Corte a Cheka, una novela valleinclanesca con Madridgrado de escenario, es decir el Madrid de la guerra y las brigadas del amanecer. La novela fue un éxito absoluto y después del éxito pasados los años, su catalogación crítico-ideológica como "novela fascista" la apartó de la plaza pública, que no de las estanterías de sus propietarios. Excomulgada del canon, apenas se encontraban ejemplares de la misma en librerías de viejo; nadie se desprendía de ellos. Pues bien: si Madrid de Corte a Cheka era entre otras cosas un trepidante reportaje novelado del clima de la retaguardia republicana (fechorías y crímenes incluidos), Salamanca, Cuartel General prometía ser entre otras cosas lo mismo en la retaguardia franquista (fechorías y crímenes incluidos). Pero el conde de Foxá no se atrevió. O si se atrevió, se lo desaconsejaron y se deshizo de ella. O de lo poco de ella que llevaba escrito.

A veces los escritores escriben las novelas que les habría gustado leer y por eso contesté lo que contesté en aquel lejano programa de radio. Acababa de leer Agonizar en Salamanca, de Luciano González Egido, un libro estupendo que trata de los últimos meses de Unamuno en la ciudad del Tormes y sobre el que publiqué un artículo en este mismo diario. Fue en 1986 y recuerdo que Andrés Ferret y yo celebramos ese artículo en la barra del restaurante Parlament: entonces las cosas eran así. Hacía medio siglo del comienzo de la Guerra Civil y el libro de González Egido era y es un libro importante. En él se retrata con gran fuerza narrativa el ambiente de aquella Salamanca poblada de uniformes y sotanas. Y se relatan aún mejor los días y la soledad y la tensión de Unamuno en la ciudad. El mismo Miguel de Unamuno que había alabado a los rebeldes y tampoco le gustaba lo que veía ahora en ellos.

El fin de semana pasado me acordé de todo esto mientras leía Falcó, la última novela de Arturo Pérez-Reverte. Una novela de intriga y aventuras en plena Guerra Civil, más en la línea de Alan Furst que de Philip Kerr. Pero también con algo de Rapsodia Húngara, el cómic de Vittorio Giardino. Los cito para situar ciertas coordenadas (como quien piensa en Tintín, que siempre está), por nada más. Pérez-Reverte ha creado un nuevo personaje que no sé si tendrá tanta vida como Alatriste, pero que no va a acabarse en esta novela. Sólo por las subtramas que deja abiertas su autor subtramas que van de Berlín y Moscú a Estambul, de Biarritz a San Sebastián, de Estoril a Salamanca y los personajes que no desaparecen más que por exigencias del relato, Lorenzo Falcó no acaba aquí seguro. Por no hablar de lo que se debe de haber divertido Arturo Pérez-Reverte al escribir la novela. Eso crea adicción.

Su lectura también la crea. El libro

casi trescientas páginas de lectura muy cómoda no se abandona más que por obligación y este es uno de los méritos habituales de su autor, reconocido hasta por el suplemento de libros del New York Times: "APR sabe cómo retener al lector a cada vuelta de página". Una vez lo has empezado, no puedes dejarlo. De las calles de Salamanca, cuartel general de Franco, a la bombardeada Alicante con las luces apagadas; de las oficinas siniestras de los servicios de inteligencia franquista a las siniestras chekas comunistas en Levante; de las conspiraciones políticas a las rivalidades de poder al comienzo de la guerra; del miedo y la frivolidad en tiempos difíciles al erotismo como lenguaje de la verdad, no puede uno levantarse de su butaca de lectura. Lee una novela y ve una película al mismo tiempo, cosa imposible de hacer y que Falcó logra. Que el pretexto sea una misión para liberar a José Antonio Primo de Rivera de la cárcel y evitar su fusilamiento, es lo de menos. O como diría Hitchcock: un simple McGuffin. Todos sabemos que de su destino no pudo salvarlo nadie. O no se quiso.

Cuando uno acaba el libro tiene la impresión de que el personaje de Lorenzo Falcó nace o es pariente muy cercano de aquel Max Costa que protagoniza El tango de la guardia vieja. Ambos poseen mentalidad de jugadores de ajedrez, ambos disfrutan de las buenas cosas de la vida, sólo que en Falcó las figuras del tablero son las personas que se cruzan en su vida, como suele ocurrir entre los supervivientes de una guerra civil. Entre los más canallas, quiero decir. Por mi parte quizá algún día escriba un relato sobre alguien que busca las cuartillas perdidas de Salamanca, Cuartel General. Metaliteratura, mariposas y agujas en la vitrina. Porque la verdadera Salamanca, Cuartel General ya está en las páginas del Falcó de Pérez-Reverte y en las aventuras que ha de continuar protagonizando su nuevo personaje. Los que hemos leído esta primera de un tirón, quedamos a la espera. Que no sea larga.

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