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Antonio Papell

Trump contra Europa

El más atávico republicanismo norteamericano tuvo siempre inquina a la integración europea porque consideraba que una fortaleza al otro lado de Atlántico rivalizaría con el poderío de los Estados Unidos. El pensamiento conservador hegemónico de ultramar no alcanzó a ver las razones profundas por las que los europeístas que vivieron la segunda guerra mundial llegaron a la conclusión que sólo fórmulas de integración institucional alejarían las rivalidades étnicas, identitarias, en el viejo continente. La Europa del carbón y del acero, génesis de la Unión Europea, era una construcción incipiente que simbolizaba un cooperativismo estructural que debía alejar para siempre el fantasma del nacionalismo y de las guerras europeas.

Después de 1945, la guerra fría consolidó el bloque occidental: los EE UU y Europa, que formaban el bastión democrático que se alzaba contra el imperialismo soviético, forjaron una estrecha complicidad estructurada en torno a la OTAN. Pero el fin de la bipolaridad, el auge de la multipolaridad y la paulatina globalización han hecho desaparecer el engrudo trasatlántico. El Reino Unido ha reforzado sus lazos históricos con los Estado Unidos a costa de alejarse de Europa, que tiene dificultades para sostener un proyecto integrado que no ha sido capaz de resistir la gran crisis económica 2008-2014 ni de mitigar las consecuencias negativas de una globalización que tiene que ser domeñada para impedir sus efectos más destructivos.

Lo cierto es que Trump ha tenido la habilidad de ofrecer una respuesta demagógica a los ciudadanos atenazados por la inseguridad generada por esa globalización mal planteada que no ha tenido empacho en deslocalizar grandes sectores industriales, devastar regiones enteras, destruir actividades profesionales arrasadas por la automatización, etc. Trump ha descubierto a estas alturas el nacionalismo de campanario, ha cedido la tentación de la autarquía y ha respondido a los temores primarios del americano medio con la invocación de lo cercano, con el folklore, con la introspección.

Su éxito ha sido clamoroso, y habría que frenarle aquí, en Europa, donde ha desembarcado con su mensaje más letal: seguirán yéndose más países de la Unión Europea "porque las personas, los países, quieren tener su propia identidad". Y en lugar de atender este requerimiento primario ha seguido argumentando Trump, los líderes europeos como la alemana Angel Merkel han llenado la casa de iraquíes, afganos y turcos que han roto el ensalmo de lo familiar y doméstico, de lo conocido y cercano. Anthony Gardner, hasta ahora embajador de los Estados Unidos en la UE, ha reaccionado con horror ante el entusiasmo de la administración Trump por el Brexit y su insidiosa pregunta en Bruselas de qué país será el próximo en abandonar la Unión. A este paso, el enfriamiento entre ambas orillas del Atlántico se volverá hielo puro, y puede acabar peligrando la propia OTAN, aunque en las últimas salidas de tono Trump no ha vuelto a amenazar a Europa con incumplir la cláusula de socorro mutuo si los países europeos no incrementan sus presupuestos de Defensa y contribuyen en mayor medida al sostenimiento de las estructuras militares.

Se ha señalado, y con razón, que las negociaciones del Brexit que están a punto de empezar y que serán a cara de perro probablemente darán ocasión a Trump de introducir nuevas cuñas en el tejido europeo. Y ya están planteadas diferencias de fondo entre Washington Bruselas que tienen difícil arreglo: las sanciones a Rusia, la relaciones con Israel (Trump ha anunciado que la embajada de EE UU se instalará en Jerusalén), la actitud ante el cambio climático y el futuro del pacto antinuclear con Teherán? Ante estos previsibles disensos, la alta representante de la Política Exterior Europea, Federica Mogherini, ya ha recomendado que la respuesta sea fortalecer Europa. Una solución fácil de enunciar pero no tan fácil de llevar a cabo.

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