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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

La realidad extra real

Seguramente sin pretenderlo, Luis Bárcenas nos ha dado, con su declaración ante el tribunal del caso Gürtel, alguna de las claves que nos ayudan a entender la realidad de lo que está pasando, es decir, lo que se oculta tras la película de fantasía que nos están proyectando. Sin duda Bárcenas es un crack de la literatura creativa. Su logorrea verbal, emitida con vocezuela cantarina, aguda y coqueta, amante de los requiebros que se pretenden jueguecitos inteligentes y quedan como travesuras cursis: "Niego la mayor, la menor y la intermedia", "de sociedad pantalla nada, yo estoy detrás, en todo caso, sociedad visillo", tan en contradicción con un corpachón recio, contundente, imperativo, que parece reclamar un vozarrón a juego, apelan a esa representación que todos, también él, sabemos puro enredo para el que sólo se necesita la dosis suficiente de caradura que no deje emerger a la epidermis del rostro ni rastro de vergüenza. Se ríe del tribunal y de todos nosotros y nadie se lo afea. Su definición de la contabilidad en "B" del PP, es decir, los ingresos y gastos en dinero negro, es paradigmática de ese lenguaje al uso de la clase política, que no dice nada; o que se curva para esquivar un encontronazo con la palabra que les delata: "Una contabilidad extra contable". Es decir, un sistema para llevar la cuenta que está fuera de poder ser contado; un oxímoron. Ahora bien, lo que no acaba de entenderse es que alguien pueda creer que con estos solecismos que remiten directamente a los hermanos Marx, pueda convencerse a ningún tribunal. A no ser que también el tribunal sea de mentira. Negó pago alguno a proveedores en dinero negro. Negó que hubiera financiación ilegal. Negó entradas y salidas de dinero a cambio de nada. Todo era inocuo y de responsabilidad del acusado inimputable por demencia senil, el antiguo tesorero del PP, Álvaro Lapuerta.

Otra fantasmagoría ha comparecido con la irrupción del hasta ayer sostén del echado a patadas del cargo de secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, el vasco Patxi López. Un apellido españolísimo al que le traiciona algo el necesario revestimiento identitario del nombre de pila. ¿Por qué no se cambiarán también el apellido? Pues bien, don Patxi, exestudiante de ingeniería industrial que no pasó ni del primer curso de carrera aunque su currículum asegurara su condición de ingeniero, se ha lanzado al ruedo de la competición para la secretaría general del PSOE. El hombre que consiguió ser lendakari con los votos del PP y apoyó el "no es no" de Sánchez al gobierno de Rajoy; que amparó la urna secreta del comité federal donde se escenificó el ajusticiamiento del incoherente, inconsistente y gritón jefe del pedrismo; que le aconsejó dimitir de diputado para no tener que abstenerse en la elección de Rajoy (y le ha quitado presencia mediática); el que se abstuvo de votar no a Rajoy; ése, cuyos corifeos aconsejan a Sánchez que no se presente; ése, que niega radicalmente un futuro acuerdo con la sultana del sur, ha sido jaleado por nuestra presidenta Armengol, que ha declarado tener sus dudas respecto a la virtualidad de la candidatura de Sánchez, con las siguientes palabras: "Patxi López tiene la fuerza necesaria para recuperar las raíces socialistas". Las raíces socialistas, así anunciadas por Armengol, no se sabe muy bien quién las tiene secuestradas, si Errejón o Golum. Quizá quiso decir los votos, que también. Pero Patxi sólo ha podido contar con los votos de quienes él reniega como del mal absoluto, el PP. Más no tuvo. Y para saber si sabe cuáles son las famosas raíces, analicemos sus proclamas, una letanía de inconcreciones: "izquierda exigente", "sin complejos", capaz de articular un proyecto "autónomo" frente al PP y Podemos. Dejando aparte lo de izquierda sin complejos, que nos retrotrae a la inquietante historia de Aznar y a Matas, que nos llevaron a la guerra de Irak y a la epidemia de corrupción más letal de nuestra historia, sería exigible la articulación de un programa donde se concretaran las medidas de política económica realistas para revertir la desigualdad, las de política educativa que nos posibilite la excelencia, las de política social que garanticen sueldos y jubilación dignos; qué solución aporta al problema territorial y a la estructuración del Estado; qué reforma electoral plantea para acabar con la partitocracia y la obediencia debida de los parlamentarios al ejecutivo y al partido que lo sustenta, o si quiere eternizarla por sus fantásticos resultados; qué piensa hacer para garantizar un poder judicial independiente; qué pasos para garantizar las pensiones y cuáles para sostener un sistema sanitario con plazos de seis meses y superiores para acceder a un especialista, que se aguanta sólo porque la clase media lo paga pero se refugia en los sistemas privados, cuyas salas de espera de especialistas están más concurridas que las de los hospitales públicos. Todo lo que no sea aclarar esto es palabrería. Izquierda exigente, proyecto autónomo, etc, son palabras vacías, devaluadas, eslóganes propios de una formación política que, en parte por la deriva de la globalización, en parte por pecados propios, ya no significan nada. El verbalismo izquierdista ha sido desacreditado no por la derecha, sino por la misma izquierda. Déjense de palabras hueras, la población, en buena parte adulta, pretende que le presenten medidas de posible implementación en el mundo real de 2017. Ya no es el tiempo de las banderas rojas o las azules tras las que discurren disciplinadamente los votantes de toda la vida, devotos de los mitos y reacios a las razones.

Los que más tendrían que clamar por la realidad son los medios de comunicación. No es así en muchos casos. Sin prensa libre no hay ninguna posibilidad de democracia. Se tiene lo que tenemos. Una prensa colonizada en buena parte por el poder político o el económico. El máximo gurú de la prensa española y académico de la Lengua, Juan Luis Cebrián, acaba de declarar: "El periodismo profesional, el destinado a contar lo que los poderes no quieren que se cuente, está amenazado". Cebrián, además de ofrecernos una primera parte de unas interesantes memorias, pretende ser el adalid de la prensa libre y, por añadidura, un adalid de la democracia. No creo que haya que menospreciar esas intenciones, pero para gozar de credibilidad en ese campo hay que ser un poco menos cínico. Somos muchos los que, cuando se habla de contar lo que los poderes no quieren que se cuente, tenemos en mente las empresas que son intocables porque, de ser manoseadas impúdicamente por la gloriosa prensa libre, desaparecería de ella la publicidad que le permite seguir en el negocio y continuar siendo la vanguardia de las libertades, como El País. O sea que, menos lobos, Juan Luis, que ya nos conocemos todos.

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