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Antonio Papell

Qué reforma constitucional

En 2006, el Consejo de Estado, presidido a la sazón por el ilustre jurista Francisco Rubio Llorente, hizo público un voluminoso "Informe sobre modificaciones de la Constitución Española" efectuado a requerimiento del Gobierno, presidido entonces por Rodríguez Zapatero, quien había llevado la reforma constitucional en su programa electoral socialista. En aquel análisis se examinaron cuatro grandes cambios: la supresión de la preferencia del varón en la sucesión al Trono; la recepción en la Constitución del proceso de construcción europea, que había quedado al margen en 1978; la inclusión en el texto de la denominación de las Comunidades Autónomas que se habían formado al amparo del Titulo VIII de la Constitución, y la reforma del Senado, para convertirlo en auténtica cámara de representación territorial.

En aquella coyuntura, no hubo clima propicio para llevar a cabo tal reforma, que ya se pretendía entonces se dijo cumplidamente implementar mediante un amplio consenso como condición sine qua non para abordarla.

Hoy, aquellas carencias siguen pendientes de resolución, aunque sólo habría un verdadero y perentorio conflicto si los Reyes de España engendraran un vástago varón, que según la Carta Magna vigente se convertiría inmediatamente en el heredero. Pero las necesidades de reforma constitucional más relevantes van por otro camino, y hoy no tendría sentido un cambio constitucional que no estuviese encaminado a mitigar y encauzar que no necesariamente resolver el conflicto catalán.

El encanallamiento de la cuestión catalana es asunto complejo, pero más allá de sus circunstancias específicas el desquiciamiento del catalanismo político, los efectos del 'caso Pujol' sobre el nacionalismo catalán, el surgimiento de un partido antisistema y ultranacionalista seguramente sobredimensionado, etc., parece clara la existencia de una generalizada irritación que trasciende del ámbito del independentismo y que se ha instalado en buena parte de la sociedad catalana más moderada. Es curioso constatar que las encuestas denotan la existencia de una fractura entre dos comunidades de idéntico tamaño, una independentista y la otra no, que se inscribe sobre una realidad social en que predominan con claridad quienes sienten la doble identidad catalana y española. Asimismo, es significativo el muy elevado el porcentaje de quienes quieren ejercer mediante referéndum el "derecho a decidir", muchos más que los propios independentistas. Todo ello dibuja la realidad de una sociedad airada, irritada, que se considera maltratada y postergada, con razón o sin ella. Y no sólo hay frustración económica en este encendimiento: los catalanes piensan que el Estado está empeñado en ejercer una hegemonía cultural que empequeñece los rasgos autóctonos y se entromete en intimidades que sólo deberían concernir a los catalanes.

Así las cosas, parece evidente que la solemnidad de una reforma constitucional podría restaurar la relación, restañar las heridas, otorgar a los catalanes plena soberanía sobre la administración de su identidad diferencial en los aspectos culturales y educativos que han sido objeto de querella. El sistema de financiación autonómica requiere una negociación multilateral en el seno del Estado autonómico, pero estos agravios subjetivos pueden y quizá deben resolverse en la negociación constitucional, lo que aliviaría unas tensiones que pueden derivar en irremisible ruptura.

Hay ideas sobre la mesa: el PSOE ha propuesto un cauce hacia el federalismo y Herrero de Miñón propone que se añada una disposición adicional a la Carta Magna reconociendo las singularidades históricas de Cataluña, como se ha hecho con los territorios forales. Ya se sabe que los radicales ERC, la CUP no se avendrán a razones, pero sí es posible encontrar la receptividad del núcleo duro de la sociedad y de la política catalanas. En este sentido, sí es razonable plantear la reforma constitucional, que, de paso, podría resolver todos los demás anacronismos.

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