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Matías Vallés

Por una Constitución de mínimos

Los textos constitucionales parecen redactados por políticos en campaña, deberían renunciar a las metas inabarcables para ceñirse a los objetivos cumplidos.

La alergia de Rajoy a una reforma constitucional reposa en fundamentos sólidos. Para qué retocar la Constitución, si puede limitarse a incumplirla sin necesidad de cambiarla. La perplejidad no surge ante el carácter presuntamente intocable de la Carta Magna del 78, sino ante el empeño por modificar un texto que todavía no se ha materializado, véanse los capítulos del derecho al trabajo y a la vivienda. Peor todavía, las elevadas pretensiones constitucionales han obligado a urdir una telaraña jurídica para desactivarla. Por supuesto, la hostilidad del presidente del Gobierno a las consultas populares preceptivas para la aprobación no reside en que los referendos se guíen por el efecto bumerán, sino en que obligan a dimitir a sus convocantes frustrados. Si le funciona en este apartado, puede extender el veto a las elecciones de cualquier signo, siempre conflictivas.

La Constitución parece redactada por un político en campaña. Solo compromete a los oyentes crédulos. Para eliminar su lastre de grandilocuencia, debería renunciar a las metas inalcanzables y ceñirse a los objetivos cumplidos. Mejorar es utópico, no empeorar es un logro histórico. Rajoy propone huir de las frivolidades, un término incompatible con la rijosidad constitucional y una muletilla incansable en el discurso presidencial para anular cualquier iniciativa. Sin embargo, la sacralización de una Constitución estática no ha sido fructífera. En contra del presidente del Gobierno, el peligro consiste en afrontar la renovación del texto fundamental sin despojarlo de sus aspiraciones divinas.

Procede elaborar una Constitución simplificada, vuelta del revés. Una bandera o un semáforo no pierden capacidad simbólica o prescriptiva por culpa de su elementalidad. Tampoco proponen situaciones absurdas, como ordenar que un vehículo monte encima del que le precede en la fila. Cabe redactar un texto de mínimos, asequible, que solo incorpore artículos ya cumplimentados. Aparte de la felicidad social al percibir que se siguen los mandatos constitucionales, se facilitará el consenso entre fuerzas políticas antagónicas. El primer artículo de la Carta Magna refundada ordenará la alfabetización íntegra de la población, al igual que sucede en los países europeos avanzados y en la Cuba castrista. Este precepto, factible en cuanto ya coronado, es imprescindible además para asegurar la lectura de la propia Constitución.

El segundo artículo ofrecerá a los ciudadanos una esperanza de vida entre los diez países del mundo con mejor resultado en este apartado. Es otro objetivo ya conseguido, su mantenimiento conllevará el reforzamiento de una sanidad universal ya que no gratuita, según comprobará cualquier persona que repase su declaración de la renta. También impulsará la promoción de la dieta mediterránea, y una protección de los sectores agrícolas que la suministran. Otra propuesta sencilla y ya satisfecha es la "búsqueda de la felicidad", que los norteamericanos incorporaron a su declaración de independencia y que no han obtenido tres siglos más tarde. En cambio, hasta las encuestas más adustas demuestran que los españoles son felices. O que no se atreven a manifestar lo contrario.

El orgullo compartido es la base de una convivencia bien orientada. La Constitución no debe mostrarse timorata al cuantificar sus metas. Garantizar doscientos días de sol al año es asumible y plantearía un jaque mate a los especialistas en Derecho constitucional comparado. El compromiso también numérico a que los equipos españoles ganen tres Champions por década, no solo beneficia a los grandes goleadores y evasores fiscales. Se traslada a la buena salud generalizada, y más pronto que tarde emparenta con el segundo artículo consagrado a la duración de la existencia. Ni siquiera hace falta enfatizar que si el deporte rey sustituye a la guerra, España ha recuperado su imperio.

La nueva mentalidad constitucional no puede incurrir en el delirio de un país sin corrupción, al igual que no puede concebirlo sin déficit. Alemania impuso manu militari un techo a los desvíos presupuestarios. En la misma senda, se reservará un artículo a confinar al gasto incurrido en corrupción política por debajo del tres por ciento del PIB, un homenaje a la cifra de referencia mayoritariamente admitida. Esta dosis de realismo será conveniente mientras se insista en fabricar una Constitución nueva con la clase política de costumbre.

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