Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

Una máquina

Joan Monjo, alcalde de Santa Margalida, ha dicho que es una máquina. Sólo sé de esa máquina por los gacetilleros, pero tengo la impresión de que siempre estuvo allí. Asido a unas u otras siglas, nacionalistas o regionalistas ¿qué importa? Pero siempre libando del poder. Este pueblo ha dado personajes siempre en su busca. Uno, central, March, con dos jetas, como Jano, al mejor postor. Otros, sólo lo han alcanzado, aunque secundario, adoptando el color con el que en cada momento se ha revestido, tal que el camaleón, como Fuster (Franco, Gesa, Endesa, Solchaga, PSOE), hombre de March. Monjo, emparentado con Verga, que ya de chaval destacaba por resolver dificultosas operaciones matemáticas sin papel ni lápiz, ha ejercido como ingeniero en Gesa (la familia es la familia); y de miembro de facto de quienes desde siempre mandan en su pueblo, sean o no cargos públicos.

Lo ambiciona todo. Empezó hace treinta y tres años en Alianza Popular hasta que fue expulsado por su enfrentamiento con Gabriel Cañellas. Debió ser de aúpa. Recuerdo una anécdota sabrosa de Cañellas que, entre bromas y veras, ayuda a entender la naturaleza del poder en la isla. Recaló en el aeropuerto Miguel de la Madrid, presidente de México, al que se ofreció una cena oficial allí mismo. Ante la estupefacción de Felipe González, Cañellas, entre plato y plato, con sorna, le espetó a De la Madrid (de cuya mujer se dijo que obligó al retorno del avión presidencial por haberse olvidado en el hotel un sujetador especialmente bienquisto, de grandes copas) que, "en Mallorca todos somos un poco mafiosos". A González se le demudó el rostro. Tras el café soltó un dicho descaminado a unos pocos: "no es más tonto porque no se entrena". Luego Monjo entró en UM, el partido liberal-nacionalista corrupto que Leguina calificó como "asociación de malhechores"; cuando la policía entró en la sede, nuestro hombre era el secretario general. Más tarde crea Convergència per Can Picafort, Santa Margalida y Son Serra, un partido autónomo federado con El Pi del dicharachero Jaume Font y el tenebroso Melià. Las tres veces que la izquierda ha tenido la manija ha sido gracias a su apoyo como concejal. Ahora tiene también el máximo poder formal, es el alcalde. Monjo ha trasladado el puesto de mando del pueblo a Can Picafort, es el sheriff. Sólo irá a Santa Margalida para lo estrictamente formal: las firmas, el pleno, lo imprescindible.

Cuando, al acabar la pasada legislatura, en la que gestionó el ayuntamiento en coalición con Suma pel Canvi (PSIB más independientes; el PSIB se ha aliado siempre con el diablo si era menester), se le preguntó, después del pacto con el PP, si sería el alcalde, respondió, crecido: "Creo que sí. Me lo merezco, ¿o no?". Ha sufrido ataques de sus antiguos aliados de Suma, Antoni Reus y la candidata a la alcaldía Beatriu Gamundí, a los que ha respondido con retranca de patrón sacándoles algún rubor de las mejillas: "Me tendríais que dar las gracias y sólo os dedicáis a intoxicar a la gente". Le habían calificado de racista por un comentario público en el que distinguió entre "gente negra y gente normal" a propósito del trámite de caducidad de una licencia. No es racismo, simplemente precisión cromática de un técnico cualificado. No solamente se las tiene con la izquierda, al anterior alcalde del PP, partido compinchado hoy, le llamó "Pinocho, chulo e indocumentado".

Pero lo cierto es que poco me preocupa el lugar desde donde nuestro personaje ejerza el poder. Me basta centrarme en lo que realmente ha despertado mi interés: lo que puede desprenderse de su confesión. Nadie dice nada, salvo que sea un necio, sin un objetivo. Lo hemos aprendido desde siempre, hay que interpretar el lenguaje del poder para sobrevivir. Suárez decía que era el centro. González dice que no es Dios, sonriendo como un caimán. Aznar ha dicho, con la autoestima que tanta pasión despierta: "yo soy el milagro". Zapatero, de la levedad progre, del viento: "yo soy feminista". Rajoy es jeroglífico indescifrable; el suyo es un ego cuyas frases son ráfagas de metafísica autorreferencial: "los seres humanos somos sobre todo personas"; "somos sentimientos y tenemos seres humanos". Monjo ha dicho que es pura eficacia industrial, una máquina. Quiere acojonar a sus adversarios.

Ya sabemos que el ejercicio de la política obliga a la metáfora. La realidad acostumbra a ser tan ominosa que sólo puede ser aludida, nunca mostrada. Monjo es de las metáforas. Es una máquina. En este sentido es todo lo contrario a Rajoy. Ni siente ni tiene seres humanos. Según su declaración patrimonial, además de múltiples sociedades y bienes raíces, lo que tiene son sesenta y seis ovejas y doce cerdos. Podría haber dicho que es muy industrioso, que se dedica día y noche, con total entrega, a la causa de su pueblo. Pero no, se ha identificado con un artefacto incansable que lo computa todo. La vida humana se divide en dos partes complementarias: la acción y la reflexión. La reflexión es una actividad predominantemente humana. La acción es común a toda la vida. Pero la pura acción es lo que caracteriza a los seres más simples y a las máquinas. Monjo pertenece a la segunda.

No ha dicho que su condición ontológica sea dual, hombre y máquina, a veces uno, a veces la otra. Cuando come, come como una máquina, como si cuando se come un verderol, o una llampuga, o una porcella, tragara fuel, aceite mineral o un sofrito de electrones. Cuando duerme, duerme como una máquina, sin sueños de redención. Uno piensa que si las máquinas soñaran soñarían con otras máquinas o con partes de sí mismas: pistones, levas, muelles, bobinas, escobillas, balancines, ejes? Pero soñar es una función superior que depende del órgano que controla el conjunto de la máquina, el cerebro. ¿Tienen cerebro las máquinas? En absoluto. Los cerebros yerran. Las máquinas nunca. A lo máximo que llegan es a averiarse: fatiga y desgaste de los materiales, cambio de viscosidad de los aceites, la herrumbre, que, según nos canturrea Neil Young, nunca duerme. Monjo es un robot caciquil atento sólo a la energía del poder. Ya le acometan con insultos, mociones o votos, la izquierda o la derecha, jamás podrán desconectar la máquina. Caído de impacto mortal, se levantará como el cyborg Terminator T-800, y destruirá a sus atacantes. Cuando el asunto de los negros, Monjo se dirigió a Gamundí y a Reus como un Soprano de verdad y, lenta y cadenciosamente, como el canto metálico de los balancines de un diésel marino, amenazó: "vos-ma-ta-ré? po-lí-ti-ca-ment ". A veces lo diabólico no son las palabras, sino las pausas. Y sonrió. Una sonrisa maquinal, inhumana.

Compartir el artículo

stats