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Antonio Papell

España rota

La encuesta PISA de la OCDE, controvertida pero digna de ser tenida en cuenta por cuanto es uno de los escasos indicadores internacionales de la calidad relativa de la educación que se viene publicando cada tres años desde el 2000, nos ha ubicado una vez más como un país mediocre, que en esta ocasión aparece alineado casi milimétricamente con los promedios de los países analizados en lo que constituiría una leve mejora sólo aparente porque la realidad es que esos promedios generales han bajado. Los jóvenes españoles obtienen 493 puntos en ciencias, 486 en matemáticas y 496 en comprensión lectora; en comparación con 2012, España avanza tanto en lectura (8 puntos) como en matemáticas (2 puntos), aunque baja en ciencias (-3 puntos), mientras que la media de la OCDE desciende en 3, 4 y 8 puntos respectivamente.

Lo más relevante, seguramente, de la batería de datos aportados por PISA es que España sigue estando en el montón, muy lejos de los países asiáticos que, con Singapur a la cabeza, representan hoy la modernidad educativa y el dinamismo intelectual y social. Y pese a las aproximaciones de toda índole que hemos intentado con respecto a Finlandia, que conserva un lugar envidiable en los primeros lugares del ránking, nos mantenemos tan alejados como siempre del país nórdico, que nos sobrepasa en más de un curso (se supone que 40 puntos es lo que aprende un alumno durante un curso). Pero a efectos de la política interna española, el elemento más preocupante de esta encuesta es la gran segmentación que se mantiene en el interior del país, que representa una gran ruptura norte-sur.

Castilla y León, la comunidad mejor situada, obtiene 519 puntos en ciencia, 522 en comprensión lectora y 506 en matemáticas cuando Andalucía logra apenas 473, 479 y 466 respectivamente. Hay un curso y medio entre ambos extremos, y existe por tanto en el Estado una manifiesta brecha, bastante ajustada a las diferencias de renta pero con divergencias apreciables (Castilla y León no es la región más rica). Por lo demás, dicha fractura no tiende a remitir sino que, en líneas generales y con alguna oscilación notoria (como la bajada del País Vasco), se mantiene en el tiempo.

Como las diferencias socioeconómicas. En 1985, el PIB per cápita de Andalucía era del 71,8% de la media estatal y el de Extremadura, del 65,6%, según la Fundación FIES de las Cajas de Ahorros. En 1994, los porcentajes respectivos eran el 71,7% y el 68,7%. En 2014, según el INE, del 74,11% y del 69,14%.

Durante los 38 años de vigencia de la Constitución española, un instrumento creado con la evidente intención de promover la solidaridad interterritorial y el equilibrio de rentas, se ha conseguido avanzar muy poco en esta dirección en lo que se refiere a las dos comunidades históricamente menos favorecidas. Es obvio que el nivel de vida de andaluces y extremeños también se ha disparado, pero hoy sigue existiendo la misma distancia material entre un vasco y un andaluz -pongamos por caso- que hace cuatro décadas.

Nadie en su sano juicio negaría a estas alturas una relación entre las rentas y la educación, ni entre esta y la igualdad de oportunidades de los ciudadanos, aunque el vínculo no sea estrictamente proporcional ni directo y haya que introducir numerosos matices en el análisis. De donde se desprende que en el caso español, y a la luz de los datos del informe PISA, tenemos que resolver aquí dos problemas y no uno solo: de un lado, el relativo atraso (o, si se prefiere, la falta de brillantez) de este país en general. Y, de otro lado, la persistencia de unos desequilibrios internos que no hemos sabido corregir, ni siquiera mitigar de forma sustancial, ni en dictadura ni en democracia.

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