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José Carlos Llop

Llull revisited: una crónica

El pasado domingo, asistiéramos a la misa luliana en La Seu o la contempláramos a través de IB3, estábamos inmersos lo supiéramos o no en uno de los retablos del imaginario colectivo. La escenografía era una pintura de Miquel Bestard, 'el pintor loco', como le llamaron sus contemporáneos en un alarde de mallorquinidad negativa. Resumiré ese alarde: consiste en rebajar al otro, por amigo o pariente que sea; restarle méritos, aprovechándonos de nuestra cercanía, o contradecirlos desde una celotipia compulsiva.

Bestard era un excelente pintor, pero metía caballos de Troya en las murallas de Palma convertida por él en ciudad barroca tomada por los griegos y pintaba al gigante San Cristóbal como un desproporcionado Maciste el Coloso. Por tanto de Bestard quedó su apodo y por su apodo lo identifican aún los que conocen su obra. No se dice 'és un Bestard', como se dice 'és un Mesquida', no; suele decirse 'és del pintor loco' (con Gelabert pasaría algo parecido siglos más tarde). Pues bien: hay un cuadro del 'pintor loco', propiedad del ayuntamiento de Palma, que es un fantasioso traslado de los restos de Llull el día de su entierro. Fantasioso no por el traslado que tuvo lugar tras su muerte sino por la riqueza de la procesión, sus anacrónicas vestimentas como del reinado de Felipe II y lo metafísico del espacio (una Palma un punto de De Chirico avant la lettre).

El domingo pasado las vestimentas eran las habituales en lo laico y las litúrgicas en lo religioso. Había políticos capitalinos y forans y otros representantes de lo que llaman sociedad civil. Y el panorama eclesial estaba lleno en buen mallorquín 'de crestes'. O sea, mitras obispales y cardenalicias. Pero en todo el despliegue ceremonioso, vistoso decorado qué magnífica es la catedral y banda sonora, flotaba en nuestro imaginario, repito la sensación de que Ramon Llull servía de compensación o restauración del annus horribilis al que se ha visto sometida en 2016 la iglesia mallorquina líos en el palacio episcopal, líos en el gran convento vacío, líos en el monasterio más simbólico, juicios? además del preocupante proceso de desertización de la misma. La excelsa y secular maestría en la liturgia era una demostración de cómo lo formal aguanta aún y da esplendor y en cierto modo sentido el edificio abandonado, o en proceso de abandono, para que no se destruya o caiga del todo. Conseguirlo sería un excelente milagro del próximo doctor de la Iglesia. Como impedir que su universalismo se reduzca en beneficio del nacionalismo político, sería otro.

El sonido del animado retablo lo formaban las palabras del sermón del cardenal vaticano Angelo Amato, entre las palmas doradas y las maderas polícromas de Gaudí y Jújol. Escuchábamos a monseñor y oíamos a Ratzinger, inteligente impulso de esta canonización, detrás con la consabida certeza de que siempre es de fuera que nos han de venir a decir cuánto bueno hay entre nosotros y aún así lo aceptamos a regañadientes, o acudimos a nuevos sinónimos de 'el pintor loco'. Y todo porque gusta más lo malo (de ahí el éxito de la maledicencia y el triunfo del sarcasmo sobre la ironía en nuestra cultura social), lo que quizá sea una demostración del escaso calado que la religión ha tenido respecto a asuntos tan cristianos como la generosidad y el respeto al otro. Pero también la certeza de que seríamos peores sin ella.

¿Su colofón?: la escritura del poder y aquí hablo de los medios informativos. Su objetivo no es participar de ese imaginario, o testimoniar, sino 'ser' el imaginario colectivo. En ese voluntarioso deseo hay algo del antiguo 'religare' también. Repito: no formar parte, sino ser el todo. Acabada la ceremonia y antes de comenzar la procesión que retrató 'el pintor loco' cuatro siglos atrás, Teodor Suau avisó a monseñor Amato de la presencia de la Reina Sofía. Este descendió los escalones acompañado por algunos obispos y cardenales más desde Murgui a Cañizares et alii y se acercó hasta el primer banco, donde la reina emérita, situada entre la presidenta del Govern y la delegada del Gobierno central el alcalde estaba en la cabeza del banco, daba la impresión de que ocupaba el tercer lugar del protocolo.

Monseñor Amato saludó a la reina con delicadeza, como el resto de príncipes de la Iglesia, y ese saludo era entre dos poderes intemporales, la mitra y la corona, los papas y los reyes. 'Los príncipes sólo nos reconocemos entre nosotros', venía a decir, o así podía interpretarse. En cuanto a las autoridades del poder temporal, las más fascinadas por esas formas seculares de las que carecen, nada hubo. Ninguno de los príncipes eclesiales saludó a nadie más en aquella despedida. Sólo a la reina Sofía, con gran finezza. Pues bien: quien retransmitía el oficio cuya voz juraría clerical o su mímesis después de narrarnos lo que habíamos visto, subrayó que también habían saludado a las autoridades. Pero este saludo fue inexistente y en la fonoteca de IB3 quedará lo contrario a la realidad que fue. Como en la fantasía universitaria local la relación entre la obra lulística y la informática (va a resultar que inspiró a Steve Jobs), que tantos repiten como loros.

No así Joseph Ratzinger y si vuelvo a él es porque tratándose de Llull y su inminente santidad, es de justicia que apostó en Roma por otros rasgos lulianos mística, sabiduría y apostolado, que son los que la semana pasada hicieron que la comitiva pintada por Miquel Bestard se repitiera por las calles de Palma y nosotros nos sumergiéramos en nuestro imaginario una vez más. Y en él flotaba también la memoria de cuando Ramon Llull era considerado un heterodoxo incluso un brujo alquimista, o una especie de Giordano Bruno al que se negaba el pan y la sal de la santificación y se le clasificaba en el territorio de las leyendas. Y esto nos concedió cierto alivio, por lo que pueda ser.

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