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En espera de algo más que un tratamiento

Está en nuestra naturaleza el buscar la sintonía: sea para conversar hasta las tantas, sea siquiera para estar juntos sin decir palabra, que eso es lo que caracterizaba la amistad según Carlos Fuentes. Y si en tiempos de bienestar y bonanza es un regalo, ni qué decir cuando vienen mal dadas. Sin embargo, no siempre se consigue; incluso con la mejor voluntad por parte de los otros y mi emotiva experiencia con una enferma, recordada a pesar del tiempo transcurrido, es el sustrato de esta columna.

Estaba probablemente curada de su dolencia tras un tratamiento duro y con inevitables efectos secundarios, prolongado durante meses pero que, no obstante, sobrellevó con admirable talante. Buscaba con tesón los aspectos positivos, tenía la sonrisa fácil y quien desconociera la situación podría suponer erróneamente que era el marido, su acompañante en la consulta, el que precisaba de un soporte emocional que ella le brindaba invirtiendo los papeles y dándole ánimos porque el final feliz estaba a la vuelta de la esquina. No parecía que hubiese hecho presa en ella una indefensión que suele ser percepción consustancial a la salud quebrantada, y yo me decía al verla que, sin duda, seguía habiendo para ella un jardín al final de su penosa travesía. Sin embargo, fue terminar la pesada medicación, espaciar las visitas para lo que ya iba a ser sólo vigilancia y, a medida que pasaba el tiempo y mejoraban sus expectativas, aumentó en paralelo una depresión derramada en llanto.

Nunca antes había asistido a sus lágrimas. Ahora venía sola y deduje que quizá en el pasado las guardó para no contagiar de ellas a su compañero, pero la hipótesis sólo resumía una pequeña parte del verdadero motivo. El caso es que habían dejado de acariciarle la mano vista su favorable evolución; los familiares daban el asunto por zanjado y aquel su temor que antes le granjeaba mimos, cercanía, y ella disimulaba por no aumentar el de los seres queridos, estaba ahora omnipresente y ahondaba la soledad. En plena vorágine, miedo y dolor permanecían agazapados porque debía corresponder a la zozobra de los otros mostrando su mejor cara, mientras que en los últimos meses, ayuna de besos y refugiada en sí misma, se había desvanecido el metafórico jardín para dejar paso a "ese frío que es el dolor de creer / que nunca volverá el calor". Todos suponían que volvía a ser otra vez la de antes, pero conseguirlo precisaba de tiempo y una readaptación a partir de aquel duelo que aún llevaba pegado al alma; un duelo que en su entorno parecían ignorar y, por lo mismo, tenía que sobrellevar sin ayuda.

Eso fue, más o menos, lo que me contó y pude deducir de unas explicaciones que entrecortaban los sollozos. Hice lo que mejor pude para su alivio más bien poco, supongo y en paralelo pasé semanas dándole vueltas a un tema que en cierto modo la enferma ejemplificaba, aunque rebase los límites de su infortunio para convertirnos a todos en protagonistas. Los cuidadores, desde profesionales a los parientes, debiéran/mos consignar, en el listado de responsabilidades, otras muchas que no suelen exigirse en concursos u oposiciones pero que el afectado/a precisa para un restablecimiento integral. No se trata de caridad, compasión o un escuchar distraído, sino de solidaridad y afecto por sobre la indiferencia; de sensibilidad, por resumir, frente al prójimo, y es que no deja de sorprender que esta aventura que supone el vivir dijo alguien, con final anunciado para todos, no nos haga más cercanos y comprensivos.

Por eso, parecidas reflexiones cabría hacerse en cuanto a unos padeceres que en estos años han aumentado y afectan a muchos próximos a nosotros o meros conocidos. Porque lo ocurrido con la enferma y su entorno, una vez superada la fase aguda, puede extrapolarse sin dificultad a esos desahuciados, desempleados o con subvenciones y salarios miserables que sobreviven presos de la angustia y sin jardín alguno en lontananza, por más que los discursos para la galería pretendan dibujarlo.

Sobrevivir con la desesperanza a flor de piel y faltos de empatía mientras que los demás seguimos a lo nuestro, revela que la terapia ha sido insuficiente; aunque se implementen medidas macroeconómicas que reciban espaldarazos europeos que a unos refuerzan y a otros condenan. Las víctimas, sea por azar, imprevisión o consecuencia del egoísmo de terceros, precisan de una paliación continuada que va más allá de los comedores sociales y el empleo precario para salir del paso. No es suficiente con una revisión de vez en cuando, una sonrisa y hasta más ver, de modo que, sea médico y familia en el caso expuesto, sean los gestores del bien común si aún pueden llamarse así en otras disfunciones, todos debieran/mos afinar la sensibilidad más allá del protocolo terapéutico. Porque quienes sufren, necesitan de proximidad empática y continuada como la enferma puso de manifiesto, y superar el bache clama por algo más que palmadas coyunturales, resultados estadísticos y análisis de sangre. O del PIB.

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