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Antonio Papell

Fidel, el fin de una decadencia

Como es bien conocido, Fidel Castro, al frente de un puñado de leales, consiguió formar una guerrilla que derrocó el régimen corrupto del general Fulgencio Batista, que había llegado al poder mediante un golpe de Estado. Cuba, estrechamente controlada por los Estados Unidos (que aprobaron el golpe de Batista), era por aquel entonces una república bananera, el burdel de los norteamericanos ricos. Y a partir de 1959, Castro desarrolló un régimen comunista en condiciones difíciles -Washington bloqueó tempranamente el comercio con la isla-, primero apoyado por la URSS pero más tarde, cuando la Unión Soviética se descompuso, abandonado a su suerte, lo que obligó al régimen cubano a edificar una precaria autarquía, muy lesiva y dolorosa para la población.

Durante casi sesenta años ha sobrevivido con diversas vicisitudes aquel régimen singular, muy ineficiente, basado en una presencia abrumadora del Estado y en la praxis más o menos adaptada al contexto caribeño del marxismo leninismo. El régimen no se ha corrompido -los intentos de algunos miembros del establishment fueron controlados expeditivamente, y así hay que reconocerlo, pero ni el sistema económico estatalizado ha sabido proporcionar una vida digna a los cubanos, ni el régimen político ha sido capaz de consagrar las grandes libertades burguesas, por lo que los opositores han sido sistemáticamente perseguidos y encarcelados. Los presos políticos y el corsé autoritario que ha afectado a todos los ciudadanos han sido el mayor baldón del castrismo, la historia de una perpetua decadencia.

En 1959, cuando Castro llegó al poder, el franquismo estaba en su apogeo. Seguro de sí mismo e instalado plenamente en todos los intersticios de la sociedad civil, el generalísimo se había deshecho de prácticamente todos sus enemigos y ya había pasado el tiempo en que los aliados podían haber derrocado la dictadura tras su victoria en la Segunda Guerra Mundial. Por ello, para desesperación de los demócratas de dentro, el régimen franquista, bastante maquillado, se estabilizaba y se asomaba al exterior entre la indiferencia de la comunidad internacional. En aquel marco insoportable, para los antifranquistas propensos a la utopía, el castrismo fue durante un tiempo el faro ilusionante que guio los anhelos y las esperanzas de las generaciones que llegaban a la vida y a la política.

Curiosamente, Franco -como después Fraga, ya en democracia- tuvo una relación correcta con Fidel Castro, de ascendencia gallega como el dictador; prevaleció la familiaridad cultural y regional sobre la obvias discrepancias ideológicas. La cooperación de entonces hizo posible que nuestro país haya mantenido allá una fuerte presencia, en el sector hostelero y otros.

Poco a poco, sin embargo, el embeleso que suscitó el castrismo en la izquierda democrática española e internacional fue desvaneciéndose, y la mayor parte de la clase intelectual, que había llegado a venerar el modelo cubano, fue desertando, a medida que se difundían la represión y la censura que se ejercían en la isla. Mientras tanto, el régimen cubano perdía la ilusión y su único objetivo era la supervivencia.

En cierta medida, la experiencia cubana ha servido en España de antídoto contra las veleidades marxista leninistas, que sólo se han mantenido vivas en un sector del PCE y que la socialdemocracia española abandonó definitivamente en los setenta (como es conocido, el PSOE experimentó una crisis por esta causa, resuelta favorablemente; el SPD había dado ese paso en el célebre congreso de Bad Godsberg de 1959).

De hecho, el prestigio del castrismo se ha desvanecido paulatinamente y si sus actores han conservado cierta respetabilidad ha sido por el irracional y exorbitante embargo norteamericano, que hacía de la isla un David frente al gran Goliat. Ahora, tras la muerte de Fidel Castro, todas las incógnitas están abiertas. Obama había dado facilidades para la normalización de Cuba pero ahora, tras las elecciones, el viento norteamericano, con Trump en la Casa Blanca, no es precisamente favorable.

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