Lo que hace de Castro un personaje digno de formar parte de cualquier galería universal de tipos humanos es la obstinación. Cuando hizo su revolución, medio mundo la hizo con él. Cuando pasó el tiempo de éstas, él se refugió, bajo el techo soviético, en el gran asilo de las revoluciones fallidas. Cuando el asilo se desmoronó, él siguió al frente de una isla regida por otras leyes que no eran las de la naturaleza de las cosas. Cuando, con la gran crisis, se vino abajo el tinglado, y se vio la perfidia de fondo de la naturaleza de las cosas, él ya se había vuelto, hacía mucho, una costumbre para el mundo, un relicto, un fósil.
Parecía entonces que su única redención posible, la de resistente roqueño frente al capitalismo, iba a ser disuelta por la salud imperial de Obama, y en esto llegó Trump para mostrar la cara más horrenda del Imperio. Ya puedo morir, debió de decirse Castro.
