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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

Castroenteritis

M e pregunto cuántos de los que han despedido a Fidel Castro declarándolo un "referente moral" serían capaces de vivir un par de meses...

M e pregunto cuántos de los que han despedido a Fidel Castro declarándolo un "referente moral" serían capaces de vivir un par de meses en Cuba. Vivir, se entiende, igual que viven los cubanos, y no como viven los turistas con dólares en el bolsillo y con acceso ilimitado a las "diplotiendas" y a los espléndidos bufets de los hoteles. Jorge Edwards contó en "Persona non grata" que Fidel Castro tenía una granja experimental en la que se había propuesto cruzar toros cebúes con vacas lecheras, con la esperanza de crear una nueva raza vacuna adaptada al clima cubano. En la granja también se investigaba la forma de crear un queso camembert específicamente cubano. Aquello ocurrió a comienzos de los 70, pero han pasado cuarenta y muchos años y el único queso que conocen los cubanos -por no hablar de la carne de vacuno- sólo se puede encontrar en las escasas novelas extranjeras que se venden en las librerías. Ahí, en las novelas, o bien en los discursos oficiales donde se repiten cifras y cantidades que pertenecen a ese género peculiar de la ciencia ficción que en los países del socialismo científico se denominaba "estadísticas oficiales".

Fidel Castro soñaba con sus nuevas vacas genuinamente cubanas o con su camembert cubano, pero se empeñó en colectivizar la economía y en prohibir toda clase de iniciativa privada. Los pequeños agricultores ni siquiera tenían derecho a cultivar un huerto propio, así que la producción agrícola cayó a niveles de una economía de subsistencia y los cubanos tenían que hacer largas colas frente a las pocas tiendas donde había productos básicos. En la navidad de 1984, cuando estuve en Cuba, las colas frente a las tiendas de comestibles daban varias vueltas a la manzana. Una vez, en el campo, en los alrededores de Cienfuegos, oí unos chillidos muy raros que salían de la maleza. Me acerqué con la cámara y me encontré con un campesino que estaba matando un cerdo a escondidas. Cuando me vio, el hombre tuvo un ataque de pánico. Se puso pálido, dejó caer el cuchillo y me miró con la boca abierta de par en par. Enseguida le tranquilicé. "Soy turista", dije, y el hombre soltó un suspiro de alivio. "Es el puelco de Navidá", me explicó con ese bonito acento cubano. Ignoro de dónde había sacado su "puelco", pero estaba claro que matar un cerdo era una peligrosa actividad contrarrevolucionaria -sabotaje o maltrato a la propiedad social-, castigada tal vez con un par de años en la cárcel. La Revolución podía ser muy atractiva para los intelectuales europeos que visitaban la isla y luego se volvían tan tranquilos a su casa en el "infierno capitalista", pero los cubanos de a pie tenían que sobrevivir bajo la utopía de la revolución, esa revolución que todavía debe de andar hibridando cebúes y vacas o investigando el camembert genuinamente cubano sin ningún resultado concreto. "Si pones un comunista a gestionar el desierto del Sahara, a los seis meses comenzará a escasear la arena", decía un chiste que oí contar en La Habana.

El último artículo que escribió Guillermo Cabrera Infante en su exilio de Londres se llamaba "Castroenteritis aguda". No hay error en la palabra "castroenteretis", con c en vez de g. En aquel artículo, Cabrera Infante comentaba una caída accidental de Fidel Castro durante uno de sus interminables discursos -"Cayó Castro", había dicho un titular de periódico-, pero la caída acabó en nada, así que Fidel se recuperó y siguió dando sus interminables discursos por toda Cuba. "Cayó Castro, pero no su gobierno", decía con enorme tristeza Cabrera Infante, que ya estaba muy enfermo pero todavía mantenía la esperanza de ver desaparecer a Castro. Pero quien murió fue él, Cabrera Infante, después de haber vivido treinta años en el exilio, y Castro siguió gobernando Cuba como si fuera su granja experimental, así que los cubanos tuvieron que seguir aguantando estoicamente las cartillas de racionamiento y los discursos megalómanos de Castro y su "castroenteritis" aguda.

Pero a pesar de todo esto, hay una escena muy bella que viví en Cuba y que jamás he olvidado. Ocurrió en la cena de Nochevieja en un hotel de Varadero. Éramos muy pocos turistas, unos quince o veinte, todos mexicanos o españoles o canadienses. Aquella noche había una feroz tormenta tropical y cada dos por tres las ráfagas de lluvia se estrellaban contra los ventanales. A las doce en punto se apagaron las luces. De repente oímos que se abría de golpe la puerta batiente de la cocina. Alguien encendió las luces y vimos que todos los cocineros y camareras y pinches entraban en el comedor con sus cofias y sus gorros de cocinero y todos empezaban a cantar "Guantanamera". Enseguida se pusieron a dar vueltas alrededor de la mesa y empezaron a bailar la conga. Dos o tres minutos después, sin que supiéramos cómo, todos los turistas estábamos bailando la conga y cantando "Guantanamera". Cuando pasamos junto al ventanal, oímos las violentas ráfagas de lluvia de la tormenta. Todo estaba oscuro ahí afuera y la vida en Cuba seguía siendo la inevitable castroenteritis aguda, pero aquella escena -con su carga de fraternidad y alegría compartida, con los amos y los sirvientes bailando juntos en una misma conga- sólo podría haber ocurrido allí y en cierta medida también se debía a Fidel Castro. Es justo que aquí lo diga.

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