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Bajo la cultura, la barbarie

Son hombres que jamás matarían a nadie, pero sí a sus parejas. Hombres sensibles y muy leídos, profesores de ética o de psicología. No son hombres especialmente brutos o primarios o, por lo menos, no de forma manifiesta. Pueden sufrir un brote, un cortocircuito que les colapse el juicio, un arrebato para ellos incomprensible, o bien pueden ser unos tipos taimados que lo han planeado todo hasta el último detalle. Son hombres afables, eso sí, algo suyos para sus cosas. O bien, hombres reservados y siempre correctos, solitarios que no molestan a nadie. Las víctimas pueden ser sus actuales esposas o sus ex mujeres. Pueden tener antecedentes o ninguno, haberse comportado de forma extraña o de la manera más normal. Y, de repente, o no tan de repente, se descubren golpeando con un martillo o con una tetera la cabeza de su mujer, o con sus manos de intelectual rodeando tensamente el cuello de su pareja. Tal vez, desarrollen un discurso muy aseado en cuanto a feminismo se refiere. Seres delicados que dejan de serlo, para luego volver a serlo y tratar de cortarse las venas y no conseguirlo. Hombres, en apariencia, tan parecidos a nosotros, que jamás lo haríamos. Repito, que jamás lo haríamos. Y, sin embargo, somos hombres. Ahora bien, los que somos hombres ya no podemos desviar la mirada, ni la palabra, ya que nos concierne directamente. Sí, nos concierne a pesar de que nos consideremos hombres que jamás cometerían semejantes agresiones, ni mucho menos homicidios. Claro que, estos mismos hombres, probablemente tampoco hubieran creído terminar matando a su pareja o ex mujer. Y ahí los tenemos. No son hombres recién salidos de las cuevas de Lascaux o Altamira, aunque a veces la biología nos recuerda de dónde venimos y quiénes seguimos siendo a pesar de la educación, la sensibilización, los estudios, los valores éticos que inculcamos y que luego nos los saltamos a la torera. No entro en el maltrato verbal o psicológico, puesto que es muy difícil detectarlo y, tal vez, sea el preámbulo de lo que vendrá después, aunque no necesariamente. Lo cierto es que hay mujeres que mueren a manos de unos hombres. Esto es lo visible y lo sangrante.

Tras múltiples casos de muerte, uno piensa que estos hombres hacen gala de una prepotencia impotente. Sí, aunque parezca una paradoja. Nada más impotente que exhibir la fuerza bruta aniquilando a una mujer. Es la gran derrota, el gran fracaso, la gran humillación del hombre que quiere contrarrestar su impotencia con un acto definitivo. Ya que no puede crear nada, destruye. Lo terrible del caso es que no estamos hablando de criminales o delincuentes habituales o, en fin, individuos que pertenezcan a alguna banda terrorista cuyo fin es siempre aniquilar al otro. No, estamos hablando de hombres, insisto, que casi con toda seguridad no asesinarían a nadie, que no van por ahí disparando o acuchillando personas. Hombres, ya digo, que se saben la teoría, que con toda seguridad han leído noticias sobre este trágico asunto y que, tal vez, mientras estaban leyendo o viendo las noticias en la televisión, ellos mismos iban moviendo la cabeza en señal de disgusto, incluso de indignación. Tipos que, quizá, hayan sermoneado a algún amigo suyo o alumno en relación a este tema. Que, con toda seguridad, hayan organizado debates en clase cuyo tema haya sido, precisamente, el maltrato o la violencia machista. Aunque, sin duda, en el fondo, en el poso de toda esta cultura anida la barbarie. El bárbaro que duerme en el sótano bajo los suaves y mullidos edredones de la cultura.

De ahí que, quienes somos hombres, estemos obligados a mantenernos vigilantes, no sólo ante los indicios que podamos detectar en los otros, sino sobre todo en nosotros mismos. No olvidemos que, a pesar de todo, somos hombres. He aquí lo que duele, lo que nos obliga a pensar y a repensarnos. No, claro que nunca lo haríamos y que nos hierve la sangre y reaccionamos en el acto cuando presenciamos el más mínimo maltrato verbal o físico, no sólo a una mujer, sino en el patio del instituto o en la calle, cuando un grupo de chicos acosa y, a menudo, derriba a un compañero. Lo que inquieta es que estos hombres no son asesinos en serie, profesionales del ramo. Tampoco son todos profesores de ética o de música o licenciados en psicología. El caso es que el asesino de Son Cotoner reunía las condiciones de un humanista, pero el discurso que ha mantenido durante años en clase le ha explotado en la cara y el sarcasmo, entonces, más que sarcasmo se torna drama, tragedia. Horror. El hombre, en principio, culto que desarrolla un discurso plagado de citas a la ética de Kant o de Spinoza o que se conoce a la perfección todos los mecanismos de la psicología y que, además, es capaz de abrir a sus alumnos al maravilloso universo de la música. Este mismo hombre, que ya es otro pero sin dejar de ser él, se comporta como un primate agresivo y, a la postre, criminal. Todo comienza, o puede comenzar, con el trato despectivo, con la humillación verbal, con esa mano que amenaza con golpear y luego se retiene. Lo estremecedor del caso es que esa misma mano que ha acariciado un cuerpo de mujer puede ser la misma mano que la golpee y acabe matándola. Uno no puede menos, pensando en el profesor de valores éticos, que oír de lejos el eco de la célebre frase de Walter Benjamin,: "No hay documento de cultura que no lo sea al mismo tiempo de barbarie."

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