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José Carlos Llop

Dylan no va

Hay dos clases de premios: aquellos a los que uno se presenta y aquellos otros a los que te presentan sin que lo sepas. Los mejores son los segundos. No te enteras de nada y de repente cae el premio. O bien te enteras, tiempo después, de que a tu libro, o al conjunto de ellos, le faltaron décimas para salir ganador en el combate. Digo combate porque esto de los premios tiene su estrategia: la de los miembros del jurado. No la detallaré para no marearles con amiguismos, corrientes literarias, celos, prejuicios personales e ideológicos y otras lindezas habituales, pero si subrayaré su rasgo más esencial: nadie suele premiar a nadie si, haciéndolo, no se premia a sí mismo. Me explicaré. Es importante para ser premiado que los méritos del mismo enaltezcan al jurado que va a elegirlo. En fin, que uno vista el premio y a los que se lo dan. Y eso ocurre a menudo en las dos clases de premios y hablo de España, que es lo más cercano.

Pero después existe una tercera clase de premios que surge de la segunda. De los premios que te dan sin que te presentes y aquí ya hablo del mundo. Esa tercera clase consiste en rechazarlos, en no aceptar el premio que te han dado. No aceptar un premio es premiarse dos veces. La primera, por el premio en sí; la segunda, al situarse por encima de él y darle una patada. A veces eso se hace por cansancio. Por haber sido maltratado anteriormente por el jurado de un premio que tu obra se merecía y cuando llega se le dice tururú. Por ejemplo Woody Allen tocando el clarinete en un club de jazz en vez de recoger su tardío óscar. Otras se hace por desprecio: ninguneando el premio, lo rebajo. Con lo que en el fondo se está despreciando también a los anteriores premiados, que sí lo aceptaron. Por ejemplo, Jean Paul Sartre al rechazar el Nobel. Y otras se sustituye uno por una causa social, en un acto de vanidad camuflado en solidaridad, y soy la repanocha por si no os habíais enterado. Por ejemplo, Marlon Brando enviando a una sioux a la ceremonia de los óscares. Pero siempre, siempre, rechazar un premio es premiarse dos veces y colocarse por encima de los demás premiados, una consecuencia. Es decir, un acto de soberbia.

Aunque no se engañen: no estoy hablando de Bob Dylan. Aún no.

Hace unos meses estaba en un festival de literatura española en el extranjero. Uno de los escritores invitados falló. Le había surgido un compromiso posterior y más importante y eligió ir, pese a su compromiso previo con la organización del festival. Se hizo alguna broma que velaba cierta crítica „no muy ácida„ por el hecho. Sus amigos zanjamos la cuestión, pero se ve que no con suficiente contundencia, porque alguien comentó: 'si yo estoy invitado en Albacete y me he comprometido a ir y después me invitan a Roma o a París en fechas que coincidan con lo de Albacete, voy a Albacete y no a París ni a Roma'. A la mayoría les pareció muy bien ese criterio y hubo algunos que apostaron incluso por él, diciendo que harían lo mismo. Sonreí pensando que sí, que lo harían, hasta que les invitaran a Roma o a París y entonces les dije que mejor pasar a Los trabajos de Persiles y Sigismunda que viajan mucho, a ver si acababa la cosa. Acabó. Con desconcierto, pero acabó. (La ponencia siguiente era sobre Cervantes).

Lo cuento porque lo había olvidado hasta que esta semana, Bob Dylan dijo que no iría a recoger su premio nobel, ya que tenía otros compromisos previos en las mismas fechas. No es el primero que no va al encuentro del rey Gustavo. En los últimos años recuerdo a tres. La escritora austríaca Elfriede Jelinek no fue porque es una mujer que no puede, ni sabe, salir de su casa. A Harold Pinter „tenía 75 años„ la ceremonia le coincidió con una hospitalización de urgencia en Londres. Y Doris Lessing dijo que ya era demasiado vieja y los viajes la dejaban hecha un asco. Tenía 88 cuando le dieron el Nobel y fue entrañable verla sentada en los escalones de su casa, reponiéndose, con la cesta de verduras a su lado, al enterarse de la noticia mientras venía de la compra.

Dylan tiene 75, como Harold Pinter en su día, pero todavía coge la moto y tiene una salud bastante mejor que la que tenía el dramaturgo británico. Dylan es el judío errante, ya lo dije, y se le ve en todas partes y en ninguna. Y esta vez ha preferido Albacete a París o Roma. Qué digo esta vez: toda la vida ha hecho lo mismo y por eso es Bob Dylan y no otro y por eso es Nobel y dispone de sus días. Como siempre, con Nobel o sin él. Y que no le den más vueltas, porque no hay más.

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