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Antonio Papell

USA: una terrible paradoja

Las elecciones norteamericanas que acaban de celebrarse y que se han saldado con la victoria de Donald Trump se han caracterizado por una inquietante característica: uno de los candidatos ha mantenido un discurso antisistema -o, si se prefiere, anti-establishment, cargado de radicalismos que han desbordado manifiestamente el terreno de juego, el ámbito constitucional y democrático de nuestra cultura política occidental.

Consciente de que "el sistema" había excluido y abandonado a importantes capas de población, que se encontraban por tanto seriamente indignadas, ha respondido a sus demandas con propuestas que han satisfecho los instintos primarios de los desfavorecidos. Pensando en los trabajadores blancos de mediana cualificación, Trump ha ofrecido un paquete de actuaciones proteccionistas: el freno a la inmigración, incluida la discriminación religiosa; la deportación de los inmigrantes ilegales; el fin de la libertad mercantil que ha tenido supuestamente la culpa del empobrecimiento de grandes muchedumbres y de la deslocalización de numerosas actividades? Y en consecuencia, se ha sumado abiertamente al movimiento antiglobalización, con medidas que en el extremo pretenden recluirnos en la aldea para evitar cualquier atisbo de cosmopolitismo. Igualmente, ha abrazado la causa del negacionismo con respecto al cambio climático, lo cual, al ser Norteamérica el primera contaminante, hará muy difícil la lucha del resto de la humanidad contra semejante amenaza. Por último, y de paso, ha amenazado con destruir materialmente todo el legado social de Obama -incluido, como es natural, el Obamacare- y ha mostrado un talante abiertamente misógino, que servirá sin duda para alimentar los rescoldo de la hoguera machista.

Con todo, es probable que la irrupción de este oscuro individuo en la vida pública no sea tan abrupta: el nuevo presidente de los Estados Unidos, que es un personaje atrabiliario, arrogante hasta la náusea, no es sin embargo un imbécil -no se llega tan lejos sin un adarme de inteligencia y ya ha dado síntomas de tener los pies en el suelo y de ser consciente de sus limitaciones en todos los sentidos. Porque una cosa es su discurso para ganar adeptos, que ha irritado tanto al sector más progresista de la sociedad americana que se está poniendo en cuestión insólitamente su victoria mediante potentes algaradas callejeras, y otra muy distinta su política real, limitada por los frenos y contrapesos de un sistema maduro y muy institucionalizado como el americano. A corto plazo, ni se producirá la expulsión súbita de todos los sin papeles -ya ha hablado de dos a tres millones de los once millones de 'ilegales'-, ni habrá una confrontación con México, ni pondrá en peligro todos los fundamentos de la OTAN, ni siquiera desmantelará del todo el Obamacare.

Lo paradójico es que la mayor parte de los 59 millones de votantes que han seguido la estela de Trump no se identificará con ese mensaje blando, pragmático, relativamente moderado, con que sin duda emprenderá su presidencia. Es lógico pensar que lo que desearía ese público que se ha puesto en evidencia en estas elecciones es que Trump se comporte con la misma brutalidad que ha exhibido. Y es legítimo pensar que sólo una pequeña parte de sus votantes había previsto que su candidato dejaría la mayor parte de su radicalidad a las puertas de la Casa Blanca. Lo que permite concluir que cerca de la mitad de la sociedad americana está políticamente enferma porque ha realizado una apuesta indecente, a favor de un sujeto que defendía postulados inmorales.

Todo ello nos lleva a reflexionar sobre la democracia misma, sobre la legitimidad que proporciona y sobre el hecho incuestionable de que una mayoría parlamentaria no borra responsabilidades penales ni convierte en decente una opción que no lo fuera con anterioridad. Trump es un presidente legítimo, qué duda cabe, pero muchos de sus postulados con los que ha llegado al poder siguen siendo sencillamente detestables.

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