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Decir adiós

Al decidir vamos podando día a día el árbol de nuestras posibilidades. Ésta, entre muchas otras, es una de las certezas que nos trae el paso de los años. Cada ruta que elegimos modela un camino y elimina otros. Al principio parece que disponemos de un enorme abanico de alternativas pero, con el tiempo, las ramas empiezan a escasear ante nosotros. Y, como ocurre con algunos árboles, la poda de una rama significa que ésa ya no brotará más. Aunque nazcan nuevos vástagos, en general, y en la línea del ilustre poeta Bécquer, podríamos decir que las posibilidades de antaño no vuelven. Ese proceso que se deriva de nuestras acciones, se da también de manera autónoma, por simple ley de vida y sin que nosotros tengamos nada que ver. Así, un buen día ciertas apetencias que íbamos retrasando para mejor ocasión se vuelven imposibles, sencillamente, porque aquel restaurantito que tanta gracia nos hacía y al que siempre queríamos ir ha cerrado, o porque la tienda aquella tan curiosa donde vendían cuentas y botones de vidrio, en la que estuvimos por entrar mil veces, ya no está. Y, asimismo, porque aquella persona con quien hace mucho que teníamos pendiente un almuerzo, una buena charla o unas risas, se va de este mundo.

Leonard Cohen fue uno de mis profesores de inglés, junto con Crosby, Stills, Nash y Young, Carole King, The Beatles, Simon y Garfunkel y algunos más. En mi infancia la mayoría estudiábamos francés como segundo idioma, y el inglés nos llegaba con música. A través de la radio me topé a temprana edad con el soul, The Mamas and the Papas y los Beach Boys primeros amores que aún me duran, cuyos temas coreaba con empeño digno de mejor causa en un extraño dialecto de mi invención. No los entendía, pero me daba igual porque me fascinaban. Para historias tenía bastante con la copla, que oía a cada paso en interpretaciones domésticas. Pero todo cambió cuando mi hermano mayor empezó a llevar elepés a casa. En aquellas brillantes carpetas cuadradas venían las letras de las canciones, y mi adolescencia fue una larga hilera de tardes dedicadas al aprendizaje de la lengua de Shakespeare bajo la tutela de los maestros antes citados. Disfrutaba en particular cuando tenía clase con el señor Cohen; contaba historias raras y a veces incomprensibles, pero siempre interesantes. Y yo intuía que en sus salmodias sobre Juana de Arco, sobre un tipo con impermeable azul o sobre una Suzanne que vivía junto al río había algo más; bastante más, que se me escapaba.

En lo más hondo del último cajón del rincón más escondido de mi armario vital guardé aquellas tardes un anhelo que, a pesar de que ha llovido mucho, seguía tan luminoso y vivo como cuando nació; la improbabilísima posibilidad de hacer coros algún día con el señor Cohen. Desde la semana pasada sé que esa remota opción se ha desvanecido. Hey, that's no way to say goodbye.

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