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Se globalizan las diferencias

Donald Trump ha logrado convertirse en el presidente 45 de su nación, para sorpresa de muchos. Y no sólo por contradecir cuanto apuntaban la mayoría de encuestas que, como venimos comprobando también por aquí, tienen una fiabilidad equiparable a la de cualquier juego de azar, sino porque el elegido es el envés de lo que, quizá por ingenuidad, creemos adecuado para un político.

La incredulidad no obedecía únicamente a lo que señalaban las estadísticas previas y, tras saber de su trayectoria, imaginarlo siquiera con responsabilidades de gobierno remitía a una viñeta de Forges, de modo que al despertarme el miércoles y al tiempo que encendía la radio, respondí soñoliento a la pregunta de mi mujer: "¿Quién habrá ganado? Pues Clinton?". Al minuto siguiente, sumábamos nuestro pasmo al de locutores o entrevistados varios. Fue al rato cuando zozobra e interrogantes se mezclaron en una amalgama que presiento nos va a acompañar por mucho tiempo aunque, de partida, el deprimente marco se antoje obvio y es que, más allá de vaniloquios, las evidencias apuntan una vez más a esa globalización de intereses en la que compasión, solidaridad y redistribución de recursos, son utopías que se desmoronan frente a la contundencia de los hechos.

Trump ha ganado merced al apoyo de quienes priorizan el estatus y consideran la desigualdad como resultado de sus méritos; de ahí que apuntalar las prometidas decisiones del millonario en su beneficio sea una lógica consecuencia que no por cuestionable deba cogernos de improviso. Las barreras, sean de cemento, alambre o líneas sobre el mapa, y fomentadas merced a la exaltación de la propia identidad, pueden justificarse de mil modos cuando prima el egoísmo; los otros nos roban, desnaturalizan nuestra esencia y la exclusión del distinto por miserable, ávido de un trabajo que nos pertenece o de un bienestar que no merece, suma adhesiones ante las crisis: ciertas o sugeridas por pura estrategia. Nos invaden, se apropian de lo nuestro y de esas exposiciones, rufianescas o a lo Trump, se sigue lo que vamos conociendo.

El que será mandatario del país que podría convertirse otra vez en el que en su día percibió Mark Twain, "una pesadilla con aire acondicionado", se ha alzado con el santo y la limosna por excitar el temor ante un futuro que podría alterar el equilibrio que se desea inmune a los requerimientos ajenos. El discurso populista, a derecha e izquierda, se alimenta de generalizaciones sin matiz, de modo que, en sus entrañas, la Venezuela de Maduro o los EE UU que han apoyado a Trump albergan iguales pálpitos, más allá de la posición económica. Al señor Donald nada de pato, siquiera para sus votantes lo han catapultado desde las clases adineradas a la América profunda; todos con más miedo que vergüenza por las sinrazones de quien próximamente se cargará con la razón de las urnas. Unos lo han decidido en defensa de sus privilegios y otros por suponer que una mayor apertura, sea a los inmigrantes o a una democracia sin trastiendas, podría dificultar su condición de aspirantes al sueño americano que no pasa, precisamente, por la fraternidad universal.

El país más poderoso del mundo (e inquietante, de hacer memoria sobre lo que puede hacer en manos de según quién) se halla hoy profundamente dividido incluso en el seno del propio partido ganador, muchos de cuyos militantes se habían manifestado explícitamente contra los despropósitos del magnate Trump. Sin embargo, la victoria ha enfervorizado a la ultraderecha y no sólo de allá. Marine Le Pen o el inglés Farage le han felicitado con entusiasmo mientras la Europa comunitaria se resigna a verlas venir, sabiéndose subordinada a quien, con la Cámara de Representantes y el Senado en sus manos, lo tendrá más fácil que su antecesor para, si no hacer de su capa un sayo, cuando menos intentarlo con las cartas a favor. El futuro mandatario hace buenas migas con Putin lo cual no es tranquilizador; manifestó públicamente su disposición a hacer de Jerusalén la capital de Israel mal que les pese a los palestinos y, en su propio país, no se dibuja precisamente un camino de rosas para quienes no puedan acreditar otra cosa que su distinta etnia, el desamparo sociosanitario y las ganas de vivir bajo techo otro que el del metro o las copas de los árboles.

Nadie sabe a estas alturas lo que pueda suceder a partir del 20 de enero, fecha en que tomará posesión del cargo. No obstante, y de listar las ocurrencias durante la campaña (¿cuál sería su ética de presumir que mentía para aumentar la presencia mediática?), el optimismo está fuera de lugar. Cabrá recordar que la derecha francesa sentenció, tras conocer su triunfo, que un mundo se está hundiendo y otro está naciendo; debían referirse al mundo atomizado en el que cada uno barre para su propia casa: la segunda globalización, tras la económica. Ahora, ésta de las taifas nacionales, las tapias, la abyección ideológica y, al distinto, que le den.

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