A las 14:38 de la tarde del lunes 24 de octubre las mujeres de Islandia dejaron de trabajar en un gesto simbólico. Se concentraron en Reikiavik para denunciar que a partir de esa hora, en promedio, su trabajo diario ya no recibe retribución alguna en el resto del año, en comparación con el de sus compañeros masculinos que cobran un 30% más.
En España, las mujeres deberían haber dejado de trabajar a las cinco de la tarde del pasado día 8 de noviembre. Se habría cumplido en ese momento el 85,1% del total de horas de trabajo anuales, y ese porcentaje es por tanto el salario medio de las mujeres con relación al de los hombres.
Tal diferencia no tiene justificación. Cuando dos trabajadores que realizan exactamente la misma tarea cobran distinto y uno de ellos es varón y el otro mujer, solo puede hablarse de inequidad, de discriminación flagrante, de una violación descarada del derecho reconocido de igualdad de todos ante la ley. Las democracias avanzadas como la nuestra, o como prácticamente todas las occidentales, no pueden mirar ni un minuto más hacia otra parte. No es de recibo que saltemos como un resorte cuando se habla de discriminaciones raciales, por el color de la piel, y seamos tan indiferentes a estas discriminaciones en razón del sexo que tienen como mínimo la misma gravedad.
