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Antonio Papell

Cinco años sin ETA

El proceso del final de ETA, que conduce a la fecha del 20 de octubre de 2011 cuyo quinto aniversario acaba de comemorarse, en que la banda anuncia su decisión irreversible de abandonar la violencia, ha sido objeto de una magnífica película de Justin Webster, El fin de ETA, que fue presentada en el pasado Festival de San Sebastián, con guión de dos periodistas vascos que conocen como nadie los entresijos de aquella realidad, Luis Rodríguez Aizpeolea y José María Izquierdo. En la cinta, Alfredo Pérez Rubalcaba ministro del Interior entre 2006 y 2011, Jesús Eguiguren, Arnaldo Otegi y una veintena de personas implicadas en el proceso o afectadas por el conflicto explican el desarrollo de la década vital que acaba con el final de una lacra que duró casi medio siglo, costó más de 800 vidas, produjo mucha amargura y a punto estuvo de impedir el proceso de construcción de la democracia. La película merece un análisis exhaustivo, que pienso abordar con la debida parsimonia, pero en estas líneas quiero referirme a los cambios, que serán para bien, que se producirán en la política antiterrorista o más exactamente posterrorista cuando el Partido Popular, concluida su etapa de mayoría absoluta, haya de consensuar sus políticas con los demás actores parlamentarios.

Los recientes sucesos de Alsasua una agresión tumultuaria a dos guardias civiles de paisano y a sus parejas ponen de relieve que la hidra que engendró aquella brutalidad no ha muerto del todo, entre otras razones porque EH Bildu se nutre de un discurso posetarra que se niega a reconocer tanto la derrota de ETA como la perversidad intrínseca de aquella violencia indiscriminada. Con todo, en ese lustro se han sentado las bases de una paz absolutamente irreversible de eso no hay duda, por lo que parece llegado el momento de avanzar también hacia la distensión, que no ha de ser olvido ni impunidad. Entre otras razones porque la sociedad vasca y, por extensión, la española deben gratitud y homenaje permanente a las victimas, que pagaron muy caro la lucha de la civilización contra la horda.

ETA se ha negado hasta ahora a disolverse formalmente porque quiere escenificar la voluntariedad absolutamente irreal, por supuesto de su decisión postrera, lo que incluiría la entrega de las armas al Estado. Es legítimo que el Gobierno se haya negado a ello porque desea que quede constancia de que en este final hay ganadores y perdedores: ha vencido la democracia y han sido derrotados sus enemigos. Sin embargo, no tiene sentido, y así lo reconocen todas las fuerzas vascas menos el PP, que una vez certificada la irreversibilidad de esta derrota, el Estado mantenga las leyes excepcionales en materia de política penitenciaria que fueron lógicas durante la batalla policial y judicial contra el terror.

El PNV el actual, sereno y sensato, muy lejos de devaneos antiguos propuso a Rajoy cambios en la política penitenciaria durante la legislatura 2011-2015, pero no encontró receptividad. Ahora, el PP no tendrá más remedio que avanzar en la reapertura de la vía Nanclares, que tan útil fue, y en un acercamiento paulatino de presos que normalice el desenlace del conflicto y, de paso, termine de arrebatar a los epígonos de ETA las ultimas banderas populistas que todavía agita. La reconciliación no es una palabra vacía pero, en procesos como este, requiere el discurrir de las generaciones; sin embargo, puede anticiparse la normalidad mediante gestos que combinen el rigor ético con la generosidad, la firmeza política con la búsqueda de grandes consensos. No hay que olvidar que la lucha contra ETA empezó a ganarse en realidad el día en que todos los demócratas firmaron el pacto de Ajuria Enea, cuyo espíritu debe mantenerse mientras ETA sea algo más que un simple capítulo en el libro de la historia.

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