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Eduardo Jordà

Las mentiras

¿Se dicen ahora más mentiras en nuestra vida pública? ¿Se hace ahora un uso más perverso de la mentira y de la falsedad? Hay gente que parece creer que sí: nunca en la historia dice esa gente se había visto una proliferación tan alarmante de mentiras y falsificaciones en el debate público. Y como ejemplo, se suele citar el descaro con el que Donald Trump, en uno de sus mítines, acusó a Obama de haber fundado el ISIS, cosa que hizo que el público aplaudiese a rabiar e hiciera gestos elocuentes de asentimiento con la cabeza (el mitin se puede ver en YouTube). Y el descaro fue aún más bochornoso cuando un periodista le preguntó a Trump, en una entrevista televisada, si creía adecuado acusar al presidente de los Estados Unidos de haber creado una organización terrorista que se proponía asesinar americanos. Porque Trump, tras una leve vacilación, contestó que él sólo decía la verdad. Y la verdad era que Barack Obama había fundado el ISIS. Y no sólo eso, sino que Hillary Clinton, la corrupta Hillary Clinton ("crooked Clinton"), era la cofundadora. Así de simple. Así de bestia. Esa entrevista también puede verse fácilmente en la red.

La mentira es tan burda que da casi vergüenza reproducirla, pero el uso indiscriminado de la mentira no es un fenómeno nuevo en absoluto. Todos los regímenes totalitarios del siglo XX ejercieron la mentira a una escala que hoy en día nos parecería inimaginable, porque las mentiras bochornosas y que daban vergüenza ajena no las decía un candidato presidencial que quizá se había pasado de copas y de tinte para el pelo, no, sino que las difundían los ministros de propaganda desde sus propios despachos, y luego las repetían los periodistas de la radio pública, los noticiarios, los periódicos y hasta las películas de ficción que se estrenaban en los cines. Todo el aparato del Estado se ponía disciplinadamente al servicio de las mentiras cuidadosamente elaboradas y planificadas por eso que Orwell llamaba irónicamente el Ministerio de la Verdad. Y eso ocurrió en la Rusia soviética y en la Alemania de Hitler y en la Italia de Mussolini. Y por supuesto, eso también ocurrió y de qué manera en la España de Franco.

Y lo bueno del caso es que las mentiras eran incluso más abyectas que las mentiras de Donald Trump. En la época de las grandes purgas de Stalin, por ejemplo, hubo docenas de dirigentes políticos que se habían sentado junto al gran líder en las reuniones más importantes del partido. Todo el mundo los había visto sonriendo con Stalin y conversando animadamente con él y presidiendo una parada militar a su lado. Pero de pronto, de un día para otro, esos dirigentes que hasta aquel día habían sido "camaradas ejemplares" pasaban a ser agentes enemigos y saboteadores y espías a sueldo de potencias extranjeras. A muchos incluso se les acusaba de haber dirigido un complot para asesinar a Stalin con toda clase de planes rocambolescos. Había que ser muy tonto para creerse esas acusaciones, pero la mayoría de la población rusa se las creía a pies juntillas. Y no sólo eso, sino que los propios acusados, que sabían perfectamente que eran inocentes de todas aquellas acusaciones inverosímiles, se las acababan creyendo y proclamaban en público su culpabilidad y exigían un castigo ejemplar (que siempre les llegaba en forma de ejecución sumaria). Muchos de ellos hasta lloraban en sus juicios proclamando su amor inquebrantable a Stalin. Todo eso lo contó hace mucho tiempo la gran Nadiezhda Mandelstam en sus libros de memorias. Y ahora lo cuenta la premio Nobel Svetlana Alexiévich, esa escritora que se atreve a meter las narices en las verdades incómodas de Rusia, y que por eso mismo despierta toda clase de recelos entre los dirigentes de la Rusia de Putin, que la acusan de ser judía y enemiga de Rusia y lesbiana (ser homosexual, en la Rusia de Putin, se considera un delito mucho peor que un crimen o que la peor de las mentiras). Alexiévich no es judía ni enemiga de Rusia más bien todo lo contrario, pero las mentiras siguen ahí. Y la gente se las cree.

De todos modos, lo peligroso no son las mentiras en sí, sino la alegre frivolidad con que la gente se las cree y se las toma por verdades incuestionables. Y lo preocupante no es el uso extensivo que se hace de la mentira, sino la escasa predisposición que tenemos a desmontarlas haciendo un mínimo esfuerzo de comprobación. Por fortuna, los Estados occidentales no mienten, o al menos no mienten con la crudeza y la desvergüenza con que miente Donald Trump o miente Putin (o aquí, en España, ese eterno candidato a un premio Goya al mejor actor secundario que es Pablo Iglesias). Es verdad que mienten los bancos y muchas empresas y muchas campañas publicitarias, del mismo modo que mienten muchos políticos el inadmisible silencio de Mariano Rajoy sobre la trama Gürtel equivale a una mentira gigantesca, pero de momento las cosas se quedan ahí. Y ésa es la gran diferencia.

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