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Educar de lado

"¡Eres una puta! ¡Puta! ¡Puta!". Probablemente el niño acabara de aprender esa palabra, sin ser muy consciente de su significado, intuyendo la ofensa en su aún limitado vocabulario de preescolar. Lo oía la niña a la que iba dirigido el apelativo, lo oían sus amigos, lo oía mi amiga, sentada a una mesa del restaurante muy cercana a la zona de juegos improvisada, y lo oía el resto de comensales, que ante la insistencia dialéctica del menor fueron focalizando su atención hacia la misma esquina del comedor. Lo oían todos menos sus padres, pues ya se sabe que no hay mayor sordo que el que no quiere oír.

"¡Puta!, ¡puta!, ¡puta!". Y así hasta el segundo plato, en que mi amiga estalló. Se levantó de su silla, cogió al niño por las axilas, lo levantó en el aire y exhibiendo al rehén levantó la voz. "¿De quién es este niño?". Se hizo el silencio y un padre enrojecido se hizo cargo de lo suyo. "Lo oíamos todos? ¿y usted no lo oía?". Siguió la escena con una tímida disculpa y el aplauso generalizado de los presentes.

Nadie dijo que fuera fácil ser padres en el siglo XXI. Inmersos ambos en el mundo laboral disponen de tan poco tiempo para ellos y por ende para disfrutar de sus hijos que unos no oyen y otros miran para otro lado. Educar, doctrina ahora en manos de abuelos y profesores, que para eso pasan con ellos la mayor parte del día. Los abuelos, reivindicando esa misión ganada a pulso de consentir. Porque ellos ya educaron, ahora en la vejez les toca por derecho legítimo ser el "poli bueno". Los profesores, los centros educativos. Las instituciones oficiales de la educación, en el punto de mira por esa insana costumbre, que parece generalizarse, de mirar para otro lado.

Hay quien prefiere lavar los trapos sucios en casa. El problema sobreviene cuando huele mal y se desvía la mirada. No se lavan y los trapos acaban pudriendo. Hace unos días la sucursal madrileña de un colegio de pago que presume de ser una "maravilla" enviaba una carta a los padres informando de la detención de un religioso del centro, un fraile que no rebasa la treintena, de sonrisa arrebatadora y asiduo a los campamentos de verano. Muy cercano a los niños, ya saben, presunción de inocencia al margen, es fácil que imaginen el motivo de la detención. La alarma salta cuando una se entera de que el trapo olía francamente mal desde hace años. Olía tan mal que no pasó desapercibido el hedor para cierto personal interno del colegio, que alertó a las autoridades escolares pertinentes de la necesidad de poner la lavadora. Pero no debía salir rentable, porque se apartó a quienes gozaban de buen olfato y se dejó pudrir al trapo, expandiendo su moho al entorno más vulnerable.

Educar así, mirando para otro lado, siempre tiene consecuencias. De repente llega la realidad y te pega un viaje que te pone de frente. Y empezamos a hablar de Carlas, que arrojan su vida por acantilados de la Providencia tras el acoso continuado de sus "compañeras" de colegio, ante la invisibilidad de profesores y demás personal "educativo". Si padres, abuelos, profesores, educadores en general, desviamos la mirada, acabamos hablando de niñas de ocho años que acaban en el hospital porque a doce adolescentes, compañeros de patio, les sienta mal que acabe con su recreo. No nos confundamos, no son meros hechos aislados, son ejemplos, consecuencias de una misma causa que gana adeptos en la comunidad educativa.

Nadie parece creer que no es mejor un colegio o un libro familiar sin manchas en su expediente, sino aquel que es capaz de detectarlas y ponerse manos a la obra. Esmerarse en limpiarlas, evitar que la prenda se eche a perder. Pues ya se sabe, que la ropa se ensucie es ley de vida. No lavarla, eso sí es lo sucio.

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