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Antonio Papell

Corrupción: no se ha hecho todo lo necesario

Estamos viviendo con resignación la fase judicial más abultada y espectacular de un periodo de intensa corrupción política que, supuestamente, ha concluido. Los partidos que han gobernado en los últimos tiempos nos aseguran que se han tomado ya todas las cautelas precisas para garantizar que ha acabado esta lacra insoportable que tanto ha dañado el crédito de las instituciones y del propio sistema, partidos incluidos. Y los partidos nuevos han impuesto condiciones que los viejos han aceptado casi sin rechistar. Diríase que el asunto está resuelto.

Y no es así en absoluto. Los partidos no han hecho más que tapar superficialmente los agujeros del régimen para cumplir el expediente ante la opinión pública. Pero faltan cambios radicales de gran calado sin los cuales la depuración será incompleta. Y la mayor carencia en este sentido acaba de sernos echada en cara por el Consejo de Europa: nuestro Poder Judicial no es independiente puesto que está subordinado al poder político. No se ha cumplido prácticamente ninguna de las recomendaciones que viene haciéndonos desde hace tiempo el Grupo de Estados contra la Corrupción (Greco) del citado organismo internacional al que pertenecemos.

El Greco ha rechazado de plano la reforma del sistema de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial realizada por Gallardón en 2013, y que tan solo obtuvo el apoyo del PP (y la crítica de las demás formaciones, que la acusaron de parcial y sectaria). En 2014, aquel Grupo dictó once recomendaciones, de las que no se han cumplido las más importantes. En concreto, España no ha logrado demostrar la efectiva independencia del CGPJ elegido con los nuevos criterios, que mantienen la elección de sus 20 miembros por el Congreso y el Senado mediante mayorías cualificadas que admiten el sistema de cupos, por el cual las dos principales formaciones se confabulan para situar en el Consejo a jueces de su plena confianza política (el hoy presidente del CGPJ ha sido director general del gobierno de Aznar); además, la reforma establece que las designaciones judiciales del Consejo, que antes se realizaban por mayoría de tres quintos „lo que obligaba a acuerdos internos„, ahora se efectúan por mayoría simple. Y no se han establecido criterios objetivos para elegir a los altos cargos de la judicatura, por lo que se aplican la discrecionalidad y el amiguismo político. También se ha ignorado la recomendación de ampliar los plazos de prescripción de los procedimientos disciplinarios contra los jueces, que son de apenas seis meses, lo que impide en ocasiones reprimir abusos y desviaciones. La lista de incumplimientos es muy larga, y su lectura exhaustiva nos lleva a la conclusión de que queda mucho por hacer hasta que el poder judicial consiga desvincularse del gobierno de turno. Tampoco se han corregido carencias que afectan a los parlamentarios: no se han establecido códigos estrictos de conducta con medidas prácticas de aplicación, ni se ha confeccionado un registro de lobistas, ni se han impuesto controles estrictos de la situación patrimonial de los representantes populares antes y después de su paso por la política... etc.

Es bien conocido que una de las amenazas de la democracia estriba en la excesiva prepotencia del Ejecutivo, que logre imponerse y amordazar a los otros dos poderes del Estado. Instintivamente, el poder político del gobierno tiende a reducir en lo posible el ascendiente judicial, que puede controlarlo. Y en nuestro país, sigue habiendo una insana relación entre justicia y política que no es ni mucho menos una invención: se nos reprocha desde el corazón de Europa. Y ello debería precipitar una preocupación y un interés que no se advierten por parte alguna en la política española.

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