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Norberto Alcover

Ese sepulcro, esa cucaña, esa colmena

Correrían los años sesenta. Un día, mi padre me comentó que el tío Gaspar, el excéntrico Gaspar Sabater de aquellos años, se había ofrecido para organizar una visita a Camilo José Cela en su domicilio de Son Armadans. Padre era un adicto al escritor que dedicó su vida al eminente trabajo del escritor rompedor, pero salvaguardado casi siempre, de convencionalismos lingüísticos y narrativos, sobre todo a raíz de la publicación de Pascual Duarte y más tarde de La colmena, lo mejor, repetía una y otra vez padre, que se ha escrito en España desde Pérez Galdós. Aquel militar tenía un delicado espíritu "catador de letras", y en ellas me inició desde muy pronto. Y tanto me hablaba de C.J.C. que, al insistirle yo en que me gustaría conocerlo, seguramente se lo filtró al tío Gaspar y éste organizó el inolvidable viaje ciudadano hasta la mítica mansión del escritor.

Era enorme. Alto, de amplia geografía corporal, rostro como un tanto ceñudo, manos amplias y una sonrisa grande con la, que me ofreció la mano al verme allí, un joven que había escrito, afirmó ante mi estupor, "ese prometedor artículo" en la revista que dirigía mi tío.

Al volver a casa y preguntarme mi madre por lo, sucedido, parece que le repetí el elogio del maestro al pie de la letra, lo que provocó que mi padre argumentara con la exigencia futura de hacerle caso y seguir escribiendo. Cuando años más tarde, mi profesor de literatura en el curso de Humanidades como jesuita, me preguntó si conocía a algún escritor, seguramente se me iluminó la mirada y respondí que sí, que conocía nada más y nada menos que a Camilo José Cela. Tras esta confidencia, siempre que me veía por los pasillos de la Casa de Estudio, me palmeaba la espalda mientras dejaba caer: qué tal, amigo de Cela...Detalles que ayudan.

Siempre he sido fiel al hombretón que rompía moldes y al que la vida acabó por pasarle una extraña factura sobre su propio molde. Hasta el punto de que una novela posterior que provocó un gran debate entre los críticos, Mazurca para dos muertos, significaba para mí el punto de llegada literario de una obra enorme en medio de una narrativa española en evidente crecimiento. Y en éstas, cuando reaparece La colmena en una excelente edición de Alfaguara, que nos permite asistir a la gestación mismísima de la obra, pero también a las opiniones selectas (y un tanto selectivas, es verdad) de un grupo de estudiosos del novelista y de su histórica novela.

La había comprado hace días ya, pero solamente en este último fin de semana dedicaré horas largas a degustar este prodigio de creación, de narración, de corrección y de obra terminada, en torno a la vida y terribles milagros de un marginado social y literario que se llama Martín Marco. Más tarde interpretado de forma capital por un jovencísimo Pepe Sacristán en la película homónima de Mario Camus. Novela y película de obligado conocimiento para comprender un tiempo español marcado por la desidia impuesta, por el clasismo social más casposo, por la incapacidad de abrirse camino sin el apoyo de cualquier poder, pero sobre todo por tiernos amores en el duermevela de la soledad. La ciudad era vista, y es un resumen de todo el texto, como "ese sepulcro, esa cucaña, esa colmena", sin perder de vista esa dulce quietud en los brazos oscuros de los perdedores de turno, mucho más perdedores humanos que políticos, que escritor y cineasta bordaron para nuestra pequeña eternidad. Sepulcro, cucaña, colmena, la ciudad donde transcurre la acción y de refilón puede que aquella España, y todavía más la España de nuestros días. Con los matices que se quiera.

Porque sabe perfectamente el lector/a que cuanto nos rodea no es mucho mejor, salvo que coexistimos en una estructura democrática propiamente tal. Pero el aire que se respira sabe a sepulcro, la libertad intenta subir en la cucaña del dinero, pero sobre todo la colmena se reproduce en este batiburrillo de intenciones, de afectos y de sueños entorpecidos por la corrupción, los modelos impresentables, los juicios avergonzantes y en fin la vaciedad de ideas y de proyectos. Martín Marco permanece. No somos mejores que hace años, aunque tengamos más posibilidades y sobre todo menos pánico. Y es que en La colmena, como en El Lazarillo de Tormes y en La Celestina, hasta alcanzar esa terribilidad de Tiempo de silencio, del olvidado Martín Santos, late una realidad escondida y que nos lleva hasta nuestros más enfrentados orígenes, tiempos de oscuridad y derrotas, de luces inesperadas y de victorias implacables, golpe a golpe sin apenas verso a verso. Al cosmos del café de doña Rosa, donde nuestras pasiones traspasan entrañas y corazones. La mesa de mármol vuelta del revés, ¿recuerdan?

Casi nadie se acuerda en nuestras calles palmesanas de aquel magnífico hombretón que descubrí hacia los sesenta en su casa de Son Armadans y que una y otra vez padre repetía como mantra misterioso mientras releía sus textos. Liaba cigarrillos con parsimonia y me repetía que, aunque no lo hubiera practicado en demasía, escribir

Era una de las grandes virtudes humanas?capaces de encerrar engañosos pecados. Entonces no lo entendía, ahora sí. Porque, como Cela en mi casi olvidada juventud, los escritores de raza, incansables a pesar de los menosprecios, están llamados a recordarle a la ciudad tanto sepulcro, tanta cucaña y tantísima colmena como encierra y es encerrada por ellas. Cada vez percibo más a cualquier Martín Marco que se cruza conmigo y me mira mientras baja sus ojos.

Pepe Sacristán, repito, comprendió muy bien la vulnerabilidad de su personaje. Aquella tristeza atosigante? Y doña Rosa. Por favor, lean o relean la novela de Camilo José Cela y visionen el film de Mario Camus. Y déjense llevar por las calles de Palma. Como yo mismo.

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